En el capítulo
4x06 de “The Crown” vemos a los Príncipes de Gales en Australia unidos en la
pista de baile. Esto ocurrió en realidad, pero. por alguna motivo, en la serie cambiaron
el tema musical por “Can’t Take My Eyes Off You”. Quizás sea porque este
exitazo de Frankie Valli es tan conocido que muchas veces ha sido utilizado en
muestras de cultura pop. Como regalo a Los Crownies, hice una investigación de
la trayectoria de un tema que hasta para mi tiene un significado personal.
Nota: No sé
asusten por lo largo de la entrada. Solo tres páginas son sobre la canción, el
resto es sobre una experiencia de mi preadolescencia que también cubre la
música de la época, las tendencias bailables y otros temas que interesan a las
Latinas del Ayer.
Por fin, algo que
sea verdad en “the Crown”. Los Gales recorrieron Australia en 1983 en un tour
fabuloso que afianzó el hechizo que Diana ejercía sobre públicos de todo el
mundo. Carlos no estuvo contento con el triunfo de su esposa que ahora le
quitaba cámara. Eso se siente en ese baile frenético en el que la hace dar
vueltas como pirinola. Existe un video de tal baile ahí se escucha otro tema de
fondo: “Isn't she Lovely” de Stevie Wonder.
No sé si será
porque no pudieron conseguir los derechos de autor o porque “Can’t Take My
Eyes” es más célebre (y mejor) pero fue la que eligieron para la serie. No he
podido encontrar de que versión se trata, pero no es la original, la grabada
por Frankie Valli en 1967.
Como sabemos todo
los que vimos “Jersey Boys”, Frankie Valli fue/es un cantante italoamericano
que a fines de los 50, como vocalista de Los Four Seasons llevó al grupo a la
fama.. A pesar de lo famosos que eran Los 4 Seasons, Valli insistió en grabar
discos solo. Así fue como en 1967, grababa “Can’t Take My Eyes off You” escrita
por su vocalista backup Bob Gaudio y su productor Bob Crewe. Gaudio-Crew ya habían
tenido un tremendo éxito con “Silence is Golden” de Los Tremeloes. Ahora
tendrían uno mayor con este hit que llegó a #2 en Billboard y fue una de las 50
canciones de 1967.
Tan pegote era el
tema que entre 1967 y 1969, lo grabaron los mejores cantantes angloparlantes
desde Little Anthony hasta Eddye Gorme. Mas extraordinario aun, tan exitoso era
el tema en el extranjero que en ese espacio de tiempo se grabaron covers en
casi todos los idiomas europeos: alemán, sueco, danés, italiano, español y
hasta tres versiones en portugués. Les dejo la menos mala, la del Trio
Esperanca.
Debo explicar que
esta entrada no va a ser como siempre, un estudio de versiones porque muy pocas
le llegan al tacón a la original y eso se debe a varios factores. Vamos a comenzar
hablando de Frankie Valli y lo que significaron él, su voz y su grupo en la cultura
estadounidense de los 60.
Valli, Los 4
Seasons y la Cultura Popular Obrera
Como nos muestra
“Jersey Boys”, Los 4 Seasons nacen en un espacio puntual, en un momento
preciso. Ellos representan el mundo étnico “blanco” del Noreste de USA. Son los
hijos de inmigrantes italianos, irlandeses y polacos que todavía no se sienten
parte de la cultura anglosajona y miran con envidia a los hijos de papi WASP,
que van a la universidad y tienen las manos limpias.
Son los jóvenes
del barrio que al terminar la secundaria irán a trabajar en la construcción, en
una fábrica o en un taller mecánico. Son los que reparan autos, o a lo mejor
los venden, pero rara vez pueden conseguirse un último modelo con el que
deslumbrar a las bellas de la alta sociedad. Son los que, dos décadas más tarde,
nos traerá Billy Joel en su “Uptown Girl”, otra canción que escuchamos este temporada
en” The Crown”, y que, a propósito, es parte de un disco-homenaje a Frankie
Valli y sus 4 Seasons (An Innocent Man).
The 4 Seasons ponen
en los Hit Parades a toda una generación con temas que los caracterizan a sus
miembros y su estilo de vida. Esta es la generación que peleará en Indochina. Por
algo Michael Cimino incluye “Can’t Take My Eyes” en la banda sonora de su épica
de Vietnam, “El Cazador” (1979).
La música de
Valli y Los 4 Seasons va dirigida a jóvenes varones y describe el modo en que
experimentan el amor— de una manera muy simple y carnal— y el
tipo de chicas que desean y como desean que se comporten. Como “Sherry” que
viene vestida de rojo a una fiesta donde el cantante espera “pueda hacerte mía”
o” Big Girls Don’t Cry” donde se exige a la chica que se abandona que no llore.
Hoy nos pueden parecer letras bastante sexistas, pero entonces era la voz de
una generación sin grandes esperanzas ni objetivos y que posiblemente, al final
de la década, hallaría la muerte en suelo extranjero.
Es por eso por lo
que las letras eran refrescantes en su honestidad de expresar el deseo físico y
lo vemos en “Can’t Take My Eyes” que es de una simpleza casi cruda.
Eres demasiado
buena para ser real
No puedo dejar
de mírarte.
Tocarte debe
ser como tocar el cielo
Te deseo
tanto.
Y el refrán…
Te quiero nena,
Y si te parece
nena,
Te necesito para
calentar mi noche solitaria
Esa simpleza
nunca ha quedado bien en otro idioma. He ahí la razón por la cual se pierde el
espíritu del tema en traducción. La han traducido al turco, al húngaro, al cantonés,
pero no se puede traducir el contexto en el que nace. Incluso en castellano, porque hasta la traducen
mal. ¿Qué es eso de “no puedo quitar los ojos de ti”? ¿No es más simple y
gramático decir “no puedo dejar de mirarte”?
Intraducible
al Español
El cuento del “no
puedo quitar mis ojos” es responsabilidad del primero en traducirla al
castellano, aunque la canción de Frankie Valli atrajo al mundo latino aun en
versión en inglés. Apenas unos meses de estar en el mercado, ya la grababa el
chicano Andy Russell. Una versión tan popular que la incluyeron, treinta años más
tarde en el soundtrack de “El Diario de Bridget Jones”.
Pero la primera
versión en español no la cantó un latino sino un inglés. Matt Monroe se había
hecho de un nombre respetable en la música pop británica con temas de filmes
como “From Russia with Love”. Entonces, tal vez para llenar el vacío dejado por
la muerte de Nat King Cole, decidió imitar al gran afroamericano y cantar en español
(idioma que no hablaba).
Fue así como yo
conocí esta canción, aunque no recuerdo haber visto el LP del 69, “En Español”,
de Matt Monro. Desde entonces en España y America Latina se han grabado docenas
de covers, casi todas con esa pobre traducción. En Chile tuvimos dos. Buddy
Richards la cantó en inglés en 1970 y Ángel Parra de Los Tres y Álvaro López de
Los Bunkers grabaron un cover en español ya en este siglo.
Aunque esa
versión se llama “Te Quiero Mucho” conserva en la letra el infame “No puedo
quitar los ojos de ti”. ¿Qué le vamos a hacer? Hasta Raphael la grabó bajo ese título.
Ha sido en este
Siglo XXI donde se intenta crear una traducción más coherente. En el 2005, Jennifer Peña graba, usando la
música de Bob Grewe con arreglo de Ed Martel, “No hay nadie igual que tu”.
Y por supuesto no
podemos olvidar el reggaetón de Chesca con Pitbull, “The Quiero Baby”, lanzado
en plena pandemia por la cantante boricua. Aunque es bueno que la canción sobreviva en
esta segunda década del siglo, y que se la modernice dándole además un toque
latino, no puedo dejar de calificar estas variantes como “bastardizacion” de la
letra y de la música. Me pasó también con la versión disco de Gloria Gaynor
(1991).
Es que la música
en si tiene el 50% de responsabilidad en el éxito del tema que comienza muy
suave e intenso y de pronto toma vuelo con el refrán. El 30% es la letra y el 20% es la voz del
propio Frankie Valli.
Lo que me lleva a
asegurar que hay muy pocas versiones que se acerquen a la original porque nadie
supera al falsetto de Vallie quien convirtió su voz en un instrumento más de su
orquesta. Debido a eso me gustan las versiones de cantantes con voces muy
finas, como la de Shawn Mendes el año que pasó, o esa maravillosa performance (nunca
grabada) que nos ofreció Heath Ledger en “10 Things I Hate About You”.
Con lo dicho
sobre la letra queda casi confirmado que se trata de una canción para varones.
¿Pero qué sucede cuando se derriba el doble estándar y la cantan mujeres? Ya hemos visto lo que han hecho las latinas en
este siglo gracias a una mejor traducción. Tal como lo hizo Mina en la versión
en italiano (“Per ricominciare”) de 1968.
Sim embargo, hay
dos versiones en ingles que conservan la letra original y que aun en voces femeninas
están a la altura de versión de Frankie Valli. Una es de Brenda Lee de 1968.
Nuevamente tenemos un caso en que una artista convierte su voz es un
instrumento. Nadie ha tenido una voz como Brenda (solo Billie Holiday).
El otro cover
femenino digno de destacar es la maravillosa interpretación de Las Supremas del
68. La particularidad de este cover es que Diana Ross le cede el puesto de
vocalista a Mary Wilson quien lleva la voz cantante y lo hace de manera
grandiosa. La segunda particularidad, y aquí empieza la autorreferencia, es que
fue el primer tema que bailé en mi primer baile formal.
MI PRIMER
BAILE
Un Proyecto Apoteósico
Mi cuento
comienza en diciembre de 1969, hace más de medio siglo. Mi madre, como buena bipolar,
alternaba periodos de pasividad depresiva con accesos de actividad en los que emprendía
proyectos apoteósicos. El de ese verano fue una fiesta “de vestido largo” para mí
que acababa de cumplir los 10 años. Antes de seguir, tengo que darles un poco
de trasfondo.
Durante el año
1969, mi mamá tuvo una obsesión, hacerme “crecer”. Eso se tradujo en desalojar
de mi cuarto juguetes y muñecas y empapelar mis muros con posters de galanes
del cine del momento. Con la excepción de Mr. Eastwood, ninguno borró de mi
corazón infantil la imagen del gallardo Capitán Crane de “Viaje al fondo del
mar”.
Otro cambio fue
en la manera de vestir. Aparte del necesario “training bra” (me desarrollé
temprano lo que suscitó el temor de que la regla también me llegase temprano),
mi guardarropa fue invadido por prendas de la boutique de mi mamá. Prendas para
adolescentes, cuando a mí me faltaba más de un año para ser ‘señorita”.
De pronto yo me
encontré usando pantyhose aun para la escuela (las cubría con calcetines grises
hasta la rodilla), microminis, transparencias, botas blancas de Nancy Sinatra y
todo tipo de joyería hippie. Lo más incongruente y ofensivo fueron las
camisetas del Che Guevara que pronto aprendí a manchar para no tener que usarlas
para la calle.
1969 se convirtió
en un año de experimentos en mi vida. Aparejada a la obsesión de mi madre vino mi
propia obsesión por estudiar y sacar buenas notas. En mi escuela decidieron
hacer un experimento. Los alumnos más aventajados, y con edad suficiente, se
saltarían la Quinta Preparatoria. Para eso, eligieron un grupo de menos de una
docena de estudiantes y después de las vacaciones de invierno, nos trasladaron
a una sala especial donde, cinco días a la semana, por casi cinco meses,
tuvimos clases aceleradas de castellano, ciencias sociales, ciencias naturales
y aritmética.
La idea era
prepararnos para tomar los exámenes de quinto grado y así comenzar sexto en
marzo. Se eliminó de nuestro currículo escolar todo lo superfluo: inglés,
francés, arte, trabajos manuales, música (aunque los que éramos parte del coro
seguíamos ensayando en horario fuera de clase para la presentación anual en el Teatro
Municipal), religión y gimnasia. Mas encima yo tenía actividades
extracurriculares: coro, guitarra, y ballet. Fue un periodo agotador.
De Como Malena
Aprendió a Bailar
De pequeña yo había
tomado clases de ballet en mi escuela y hasta me presenté haciendo bailes hawaianos
(o pascuenses) en el Municipal. pero ahí
finalizó mi carrera de bailarina. Eso desoló a mi madre que de joven había
querido ser bailaora de flamenco.
Gracias a su
tienda, Mi Ma hizo amistad con una chica llamada Verónica, apodada La Mona, que
daba clases de ballet a domicilio. Mi Ma la contrató para venir una tarde
semanal a conseguir que me parara derecha y a hacer algún ejercicio que
impidiera que engordara.
La Mona era buena
gente. Aunque se dio cuenta que yo era totalmente tiesa y que mi sentido de
ritmo era muy débil, no se lo contó a mi mamá. Las peleas con mi madre se habían
vuelto cosa común. La Mona había sido
testigo de algunas que siempre acaban conmigo llorando tras pellizcos, cachetadas
y jalones de pelo. La Mona no quiso agravar las cosas ¡y hasta se ofreció a
enseñarme a bailar! Era eso o dejar que mi Ma (que como pedagoga se hubiese muerto
de hambre) lo hiciera.
Aquí voy a volver
al tema de la música que es la base de este artículo. De pequeños, antes de
tener televisor, mi hermano y yo éramos connoisseurs de la música pop. Nos hablamos
criado en la cocina junto a la radio. Mi madre tenía una gran colección de
discos, había sido amiga de artistas, trabajado en la Radio Corporación y en
los 50 hasta había ganado un concurso de rock n roll. Le encantaba bailar y cantar y adoraba las
fiestas, solo que ya no recibía puesto que se llevaba como perro y gato con mi padre.
A fines del 70, comenzaría a hacer fiestas de nuevo, pero en 1969 mi hermano y
yo vivíamos en una especie de limbo musical y no habíamos visto a gente de
carne y hueso bailando en mucho tiempo.
En el living había
un tremendo tocadiscos con parlantes, tan altos como yo, pero era estrictamente
para uso de mi padre que amasó en su vida una colección de 500 vinilos de
música clásica. Mi padre odiaba la música pop, y apenas hacia excepciones para
música folclórica y Gardel. Por eso Mi Ma se compró un tornamesa chiquito que
colocó en la parte trasera de su tienda y ahí guardaba su colección de discos.
Para enseñarme a
bailar, La Mona trajo su propio pick-up como se les llamaba a los tocadiscos
portátiles. Ahí recién vine a conocer la escena musical de fines de los 60. No
éramos totalmente ignorantes. Gracias al Festival de Viña del Mar sabíamos quiénes
eran Sandro (que hasta nos visitó en casa), Leonardo Favio, Niccola Di Bari y
Julio Iglesias. Raphael y Salvatore Adamo habían hecho tour por Chile, pero no
teníamos idea de quienes eran los Rolling Stones, ni otros astros de la invasión
británica.
Nunca habíamos
oído hablar de Motown y si sabíamos quienes era los Beatles era porque habíamos
visto “Help” en el Cine Olimpo. Los programas de televisión (Con la excepción
del Show de Los Monkees) que nos dejaban ver eran infantiles y no muy
interesados en la cultura pop. Mas encima, solo podíamos ver tele hasta las
9pm.
Con los discos de
La Mona descubrimos a the Mamas and The Papas, Los Beach Boys, Las Supremas y
mi ídolo, Nancy Sinatra. Lo más importante, nos enseñó a bailar (mi hermano me
acaba de recordar que él se sumó a las clases de baile, creo que porque estaba enamorado
de La Mona).
JC nació bailarín como su madre, y aprendió en
un periquete toda la técnica del Groovin’. Yo era otra historia. De pequeña,
había logrado dominar las complejidades del Twist que después de todo es
cuestión de cintura y rodillas, pero bailes más elaborados como el Nitty Gritty
o el Madison me estaban prohibidos por, lo que entonces desconocía, mi
discalculia. La Mona me tranquilizó, esos bailes, al igual que el Watusi y el
Mashed Potato, eran cosa del pasado.
La gracia de bailar a Go Go era que únicamente
se necesitaba de brazos y pelo. Yo podía
ser tiesa como un poste y aun así bailar. Era cuestión de, en premier,
mover la pierna derecha hacia el costado hasta formar un triángulo, luego
volverla a juntar con la otra y repetir el mismo gesto con la izquierda. Para
variar podía mover la pierna hacia adelante y en un movimiento circular crear
el triángulo. Si lo hacía rápido, me aseguraba mi maestra de ballet, podía
crear una impresión de flexibilidad y movimiento corporal. El resto se
conseguía con movimientos de cabeza— ayudados por mi lago cabello— y de brazos.
Así aprendí que
todo el baile radicaba en los brazos, que podía moverlos hacia adelante como aspas
o como grúa, o hacer el famoso Hand Jive que yo llamaba “enmadejar lana”,
o una serie de gestos sinuosos de bayadera. Y viendo videos de la época,
efectivamente todo era brazos y cabello.
En suma, para mediados
de diciembre, la Mona pudo anunciarle a mi madre que yo ya sabía bailar. Sumado
a que, por segundo año, mis buenas notas me habían colocado en el Cuadro de
Honor de mi escuela y que ya era un hecho que en marzo iniciaba el sexto y no
el quinto grado como la mayoría de mis condiscípulos, era obvio que yo ameritaba
una recompensa. Mis compañeras recibían de sus padres ropa, bicicletas, hasta
un viaje a Mendoza. El premio de mi madre fue …una fiesta de vestido largo.
Una Especie de
Quinceañera y El Rubio Gustavo
Yo sé que, en
siglos pretéritos, “poner de largo” a una chica puede haber abarcado hasta tan
jóvenes como de doce años, ¿pero diez? Era como mucho. Sobre todo, porque la
idea era un baile elaborado, mezcla de presentación en sociedad en la Season
londinense con una Quinceañera mexicana. Creo que muchos en el entorno de mi
madre se lo hicieron notar en vano y por eso “desaparecieron” incluyendo a mi
padre al que no recuerdo involucrado en los preparativos de la fiesta. Y fiesta
hubo. Cuando algo se le metía en la cabeza mi madre…
Lo divertido es
que el evento no giraba en torno mío—yo era un mero peón-—sino de un individuo
llamado Gustavo M. Hijo de un amigo de mi padre, Gustavo tendría unos 15 o 16
años, era rubio con cabello casi blanco, espigado y poseedor de ese look
germano-chileno muy cotizado en mi país en ese entonces. Yo lo había visto pasar
en bicicleta enfrente de mi casa y aunque no habíamos intercambiado ni un
saludo, cuando mi mamá me anunció que iba a ser mi chambelán, lo acepté sin
rechistar.
A pesar de que mi
madre tejía sueños futuros de verse de suegra de Gustavo, yo no los compartía. Me
parecía simpática la idea de su fiesta, algo que yo imaginaba como el cotillón
de Atlanta en Lo que el viento se llevó, pero mi corazón ya estaba
dividido en tres partes. Una le pertenencia al Capitán Crane de “Viaje al fondo
del mar”, otra era de mi “pololo” (noviecito) oficial Jonás V, y la tercera era
de Juanito M, con quien yo sentía un vínculo mistico-romantico puesto que
habíamos nacido el mismo día, mismo mes, mismo año y en la misma ciudad.
La mayor virtud
de Gustavo para mi madre era que iba traer a sus amigos que eran cadetes. Nunca
supe si Gustavo había sido alumno, expulsado o quería postular a la Escuela Naval.
El hecho es que le prometió a mi madre traerle a un grupo de “empanaditas”, que
así se llamaba entonces a los alumnos más jóvenes de la Escuela Naval, ¡y en
uniforme! A lo mejor mi mamá pensaba que estar en brazos de un marino de verdad
me haría olvidar al Capitán Crane.
Para que el
affaire no fuese solo de uniformes, mi Ma invitó a F. mejor amigo de mi hermano
con la obligación de traer a sus hermanos mayores, y también a La Keka, hermana
de La Mona, que cursaba el último año de secundaria en el St. Peter’s con la
condición de que trajese compañeros. Curiosamente, también invitó a Jonás y a
Juanito. Según mi hermano me explicaba ahora, es posible que quisiese contratar
el infantilismo de esos chiquilines con la madurez de los cadetes y hacerme
olvidar por una vez mis amores con “cabros chicos”.
Aunque ya se me
presentaba una variada opción de compañeros de baile, también había que pensar
en invitar otras niñas. Lo normal, viendo el rango de edad de los chicos (entre
14 y 16 años), hubiese sido invitar chicas mayores que yo, pero mi mamá no quería
que me apantallaran. Así que no incluyó en su lista ni a mis amigas mayores, ni
a hijas de sus amigas, inclusive decidió des-invitar a la Keka. Su solución fue
invitar a tres de mis compañeras que también habían pasado de curso y que según
mi Ma tenían la “madurez” necesaria + y mamás de “mente abierta”, para ser
parte su proyecto.
Redondeó la lista
con dos especímenes muy curiosos. La Pancha B. era, probablemente, la peor alumna
de toda mi escuela. A sus doce años seguía en cuarto de preparatoria, pero era
sofisticada hasta el punto de la altanería. La otra era la Monse U., un año
mayor que yo, y casi tan alta y desarrollada como la Pancha. No era tampoco muy
buena estudiante por lo que no se había ganado la oportunidad de saltarse de
curso. Pero según mi mamá, era “viva” y se portaba como “niña grande”.
Problemas de Vestuario
El proyecto de mi
Ma comenzó a verse factible. Fue a El Encanto y me compró una seda azul cielo
que les encargó a las niñas de su taller que convirtiesen en un modelo parecido
a algo que usaba Barbra Streisand en “Hello Dolly”. De Calzados Donna vinieron unas sandalias de charol
rosado con adornos de cuentas de acrílico y tres centímetros de taco, y en la joyería
de Don Carlos Varas, escogí unos aretes de abalorios de cristal celeste.
El primer escollo
se presentó un par de días después de Navidad, cuando me probé el vestido. El error
de mi Ma fue escoger un modelo de reloj de arena que todo lo que consiguió fue
evidenciar que yo tenía un mini cuerpo de reloj de arena. La tela (que a nadie
se le ocurrió forrar) se pegaba como segunda piel a cada curva de mi cuerpo y
las pechugas de pronto se veían más grandes que lo acostumbrado y amenazaban
arrancar del escote.
Por suerte, antes
que a mi madre le diese un ataque sorrial, su amiga, la Tía Nolfa apareció con
una solución: una pieza de tela que había traído del Perú. Era lino delgado de
un soso color beige. No lo que uno planearía para un vestido de baile, pero era
suficiente para hacerme un maxi dress y tenía como adornos bandas verticales
de jarrones incas en tono celeste y rosa que combinaban con mis aretes y mis
zapatos. Mi Ma escogió un modelo de Balmain que sacó de Elegancia y le
encargó al taller que trabajaran horas extras.
Las invitaciones
decían “domingo, 5 de enero de 1970”. El
viernes tres, mi mamá aprobó el vestido y al cerrar su tienda se trajo media
docena de discos. No voy a negar que era una minicolección ecléctica, pero tras
cotejar con mi hermano para acordarnos de cada uno, no eran precisamente el
tipo de música para una fiesta juvenil (o infantil).
Había uno de
piezas bailables de Bert Kaempfer; Rodgers and Hammerstein a La Dixie interpretado
por Pee Wee Hunt; Mucho Gusto de Los Machucambos y un disco de Blood
Sweat and Tears que era un experimental. ¿Lo más decente? Rubber Soul de
Los Beatles, la banda sonora de “El Graduado” y Together de Las Supremas
(en duetos con The Temptations).
Mi Ma me informó
que había solicitado de su peluquería que su peluquera favorita, la Haydee,
viniera el domingo a peinarme y maquillarme. Ya el proyecto estaba en marcha y
lo más evidente para mi hermano y para mi eran los preparativos del bufete. Vimos
llegar del Almacén San Martin (entonces no existían supermercados en Viña del
Mar) javas de bebidas gaseosas y cajas de casata Bresler y Savory.
Eso era un suceso
en casa. En nuestra infancia nuestra alimentación era equilibrada, solo
probábamos helados y refrescos para cumpleaños y fiestas de fin de año. Cuando
mi mamá apartó dos botellas de champan de la despensa y las puso a helar, nos
dimos cuenta de que esta iba ser una fiesta ‘de grandes”
Como nuestra nana
de planta, La Malena, estaba (para variar) embarazada, MI Ma le pidió que
trajera alguna amiga para que le echara una mano. También le pidió a su modista
de confianza, la Enriqueta, que viniera. El domingo desde temprano comenzó el ajetreo
en la cocina. Los pollos que habían llegado el sábado— recién ahorcados y desplumados— se
fueron al horno. Las nanas se encargaron de hacer varias bandejas de ensaladas,
la infaltable ensalada rusa, la de palta y quesillo con flores de rabanito y,
otra extravagancia, palmitos con aceitunas. Mi Ma hizo una fuente gigante de Macedonia
(ensalada de frutas).
El Proyecto
Comienza a Presentar Obstáculos
Mi Ma había invitado a Jonás y su hermana
Rosemary (que hasta ese día fue mi mejor amiga) a almorzar, también la Haydee
estaba en la mesa. Fue mientras comíamos el asado del sábado que mi Ma descubrió
un hecho alarmante, ni Jonás ni la Rosemary sabían bailar. Eso la hizo correr
por el teléfono, artefacto que jugaría un rol importante en ese día.
Mientras tanto,
la Haydee lavó mi cabello y lo enrolló en tubos. Fue durante ese proceso que
aparecieron los M. Juanito venia con el
terno dominguero y una corbata de pajarita. Su hermana, la GiGi venia de
vestido largo, de gasa transparente negra bordada con estrellas de lamé. Mi madre se quedó con la boca abierta de
estupor. ¡Era un disfraz de hada con varita mágica y todo!
La Haydee me embutió
la cabeza en uno de esos secadores antiguos de pie de peluquería que mi Ma tenía
en el cuarto que llamábamos “del televisor”. Mis amigos se arremolinaron
alrededor de la tele ya que era el horario de “Maya”, una serie sobre una
elefanta hindú. Como el secador daba a la ventana, me levanté para voltearlo y
ver la tele. Justo llegó Mi Ma y como no podía apalearme, se limitó a jalarme
de una oreja aullando que no sabía para qué había gastado en una fiesta si
todos éramos una pila de mocosos inútiles.
Como Mi Ma
siempre nos hablaba como adultos, comenzó a despotricar en contra de la gente
que la tenía enferma de ira. Había llamado a la Tía Gilda M. para preguntar por qué había mandado a la GiGi
vestida de mamarracho y la repuesta la descolocó: “¿es que acaso no estás dando
una fiesta de disfraces?” Una oscura sospecha la hizo llamar a otros invitados.
Los hijos de la Tía Violeta ya estaban saliendo disfrazados de Drácula, cuando
mi madre alcanzó a avisarles que en su fiesta no se admitían vampiros.
La misma sospecha
la hizo contactar a las invitadas para avisarles que no se aparecieran
disfrazadas de gitanas o ballerinas, pero recibió una sorpresa más
desagradable. ¡Nadie quería venir a mi fiesta! Algunas mamás sacaban excusas de
su manga: “Fulanita amaneció con un virus estomacal”, “Zutanita está visitando
a su abuelita en Bucalemu”, “Perenganita tiene cita con el dentista “(¿en la
noche del domingo?). Otras fueron más
francas. Se negaban a mandar a niñitas que todavía jugaban a las muñecas a una
fiesta donde “iban a bailar con hombres”.
Si algo detestaba
mi madre—aunque le ocurría con frecuencia— era que sus excentricidades fuesen malinterpretadas.
Lo que la sacó de su furia fue la llegada de refuerzos, o sea de Juan Pablo H.
Los H, cuyos miembros oscilaban entre los 7 y 27 años, eran una familia que había
sido amiga de mis padres desde nuestra bajada a Viña en 1961. Tan asiduos eran
a nuestra casa que nos llamábamos “primos”.
Lo normal hubiese
sido que la Mariana—dos años mayor que yo—fuese parte de la fiesta,
pero ese miedo de mi madre a las chicas mayores, la había excluido.JP era otro
cuento. A los tres años, cuando él tenía 10, yo había anunciado que era mi
novio y que algún día nos íbamos a casar. El cortésmente aceptó mi propuesta.
Claro que, en 1970, a los 18 años ya tenía otra vida, otros planes. Una lástima
porque se había puesto lindísimo, muy francés, tipo Gerard Philippe en onda
hippie.
Asi, mas o menos, lucía JP a los 18 años
JP había venido,
no a bailar conmigo, pero si a enseñar a bailar a los invitados menores, porque
se descubrió que los M. tampoco dominaba
el arte del Go-Go. Mientras tomaban su lección, la Haydee me hizo un peinado altísimo.
Lo afirmó con horquillas y mucho fijador y entre ella y la Enriqueta me vistieron
y me pintaron. Acabado de poner el rímel y mirarme al espejo, me sentí como
reina de cuentos y bajé al living a ser admirada.
Las niñas me aplaudieron
y felicitaron, JP me sacó un kilo de fotos. El único que no parecía
impresionado era el pobre Jonás que estaba sudando la gota gorda. Aunque era
buen bailarín de cueca no tenía la flexibilidad para el groovy GoGo’. Tal vez
porque su conciencia mormona consideraba los bailoteos como frivolidad. ¿Pero
dónde estaba Juanito?
Fuimos a la
cocina donde mi hermano estaba cuchareando una de las cajas de helado. Nos
explicó que Juanito no quería aprender a bailar ni ser parte de la fiesta.
Había llamado a su madre para que viniese a buscarlo y entretanto llegaban por él,
se había encerrado en el baño de servicio. Antes, había tenido la precaución de
arrancar la perilla, pero en su apuro se cayó la interior y había quedado
atrapado. Las criadas lo estaban rescatando, usando la parte de atrás de un
cepillo de dientes como llave.
Cuando volví al
living me encontré a mi mamá desplomada en el sofá y apostrofando a Jonás. Había
recibido el golpe de gracia y se desquitaba a con mi pobre pololo. Se le había ocurrido
llamar a Gustavo para ver si tenía amigas que reclutar para la fiesta, pero la
nana de los M. le había dicho que “el joven Gustavo” se había ido a la playa
con sus amigos.
Llegó la Tía Gilda
a buscar a Los M. Jonás, que ya estaba llorando, dijo que se iba con su hermana
también. Juan Pablo puso los pies en polvorosa y a las 6pm de ese domingo, la
fiesta cesó de existir antes de siquiera nacer.
La Fiesta se
Salva
Yo estaba
enfurecida, así que, en un último acto de rebeldía, me fui a mi dormitorio y me
quité las horquillas deshaciendo el peinado que tanto le costó trabajo a la Haydee
armar (por suerte ya se había ido). Me senté delante del espejo contemplando si
quitarme el maquillaje cuando entró mi madre. Ni se fijó en lo que había hecho
con el peinado. Traía una sonrisa de oreja a oreja.
En el espacio de
un cuarto de horas, tres llamadas telefónicas habían salvado la fiesta. La
primera fue de la Monse U. Muy decidor que fuese ella y no sus padres, quien
hiciera la llamada. Se notaba que quería venir. Le habían regalado un minivestido
verde para Navidad, muy bonito. ¿Podía venir en él? Mi madre aceptó encantada. “Te dije que se
podía confiar en esa chiquilla”.
La segunda
llamada fue de la Gina V., una compañera mía que iba ocupar el puesto de mi mejor
amiga en el ‘70. La Gina era la menor de cuatro hermanos, bastante mayores. La
llamada vino de la hermana, que creo que estaba postulando o ya estudiaba en la
Escuela de Carabineros. Como miembro ya de la Familia Militar sabía que los
cadetes eran más inofensivos que lo que temían otras madres.
Le habló a la mía
en un lenguaje que pudiese entender. La Gina podía venir, pero se iba a las 11
y un hermano vendría a dejarla y a buscarla. No tenía vestido largo, pero si un
pijama con el que había tenido existo en las fiestas de Fin de Año. En lenguaje
de modas de ese entonces, “pijama” era un conjunto de pantalón y túnica hecho
de material ligero, casi siempre estampado, que en tela apropiada era adecuado
para soirée.
Piyamas sesenteros. El de la Gina era como el estampado pero en azul y blanco
La última llamada
fue de Gustavo para preguntar si “era hoy la fiesta” (¡!!) Ni se acordaba del
encargo de los cadetes, pero si a mi Ma le parecía, podía traer a sus amigos—incluyendo
a su hermano de 14 años—de la playa. Así que no íbamos a bailar solas.
Por suerte, mis
compañeras vivían cerca y llegaron pronto. Mi Ma las maquilló de carrera y nos
dejó a todas super estupendas. Aprobó mi nuevo peinado y me prestó uno de sus cintillos
de satén trenzado celeste. Para demostrar su aprobación nos sacó fotos, individuales,
grupales, paradas o sentadas. Las nanas habían adosado la mesa contra la pared
y puesto las sillas enfrente, en grupos de tres. Ahí nos sentamos a esperar a
nuestros chambelanes.
El Negro y Los
Chambelanes
Llegaron pasadas las
7:30pm, estaba oscureciendo. No venían ni de cadetes, ni con facha de
chambelanes. Gustavo traía unos pantalones a rayas, muy de moda entonces, pero
que yo consideraba super ordinarios y un jersey ligero amarillo pollito que iba
con su pelo largo y rubio. Sus amigos— un larguirucho de apellido Sepúlveda y
otro llamado Ignacio—venían en tenidas parecidas, muy playeros, hasta
con arena en el pelo.
El único que
parecía gente era Carlos. Apodado en su familia “El Negro” por tener cabello castaño
y ser el único capaz de broncearse, venia con un dorado que ni de solario, pero
también era el único en parecer haberse tomado un cuidado al vestirse. Sus
jeans estaban limpios y su camisa azul parecía recién planchada. Es como si lo
tuviese ante mi ahora y puedo asegurar que una mirada bastó para que Gustavete
se fuese a la porra, al menos en mi cabeza y corazón.
Por años, mi
madre describiría esa llegada de los “chambelanes” de esta sucinta manera: “Entraron
los chiquillos y se abalanzaron sobre las viandas. Después de media hora de
tragar y masticar, recién se dieron cuenta que había niñas en el comedor.”
Tiene mucho de verdad. Entraron, saludaron a mi madre de beso y educadamente. A
nosotras nos lanzaron un ‘hola “desabrido y, al enterarse que podían servirse comida,
se incrustaron en la mesa por más o menos unos 20 minutos.
Entretanto, Mi
Ma, puso Rubber Soul en el tocadiscos. Tras tocar la campanilla por
largo rato, me mandó a la cocina a buscar a la Malena y al helado. La Malena,
por su embarazo, se había ido a tender en su pieza y había dejado a mi hermano
a cargo del helado, lo que se tradujo en que JC abrió todas las casattas y metió
cuchara en cada una. Agarré la menos cuchareada y volví. Mi Ma comenzaba a
servir la macedonia y el helado cuando descubrió que la Monse y el Sepúlveda
estaban bailando.
Como saben los
conocedores de Los Beatles, el final del primer lado de Rubber Soul está
ocupado por “Michelle”. Como esta balada puede calificarse como un “slow”, la
pareja estaba bailando “apretadito”. De un brinco, mi Ma se puso al lado y le
dio un golpecito en el hombro al bailarín: ‘En mi casa no”. Hubo un cambio de mood
total. La Monse se derrumbó en una silla y parecía como que iba a llorar. Los
mocosos (ahora los veo como tales) se arremolinaron en el living (eran dos
salas separadas por un arco) y se pusieron a hablar en murmullos aparentemente
buscando otro disco.
Fue ahí que se
descubrió que la biblioteca disquera era muy pobre y solo merecía la befa de
los invitados. Los Machucambos fueron a dar al otro lado del sofá. Kaempfer,
por muy veterano de la Kriegsmarine que fuera, los acompañó junto con la trompeta
de Pee Wee Hunt. Finalmente pusieron el disco de Las Supremas. Yo aproveché de
agarrar los platos sucios y arrancar a la cocina.
Cuando volví, la
atmosfera había mejorado y ahora la Gina se había unido a la Monse en la pista
de baile. “No dejes a tus invitados botados” me reprochó mi madre. “Pero si ni
me miran” iba a contestarle cuando Carlos se acercó y me invitó a bailar.
Aunque me esfuerce y me retuerza el cerebro no recuerdo que sentí ni cómo
sucedieron las cosas. De pronto me encontré moviéndome en el centro del living
y en el trasfondo oía la voz de Mary Wilson (en dueto con Eddie Kendricks de
The Temptations).
El resto de la
noche lo recuerdo a retazos. Sé que bailé varias piezas. Sé que me mis movimientos,
aunque mecánicos, fueron los adecuados. No pisé a nadie, no me tropecé con nada.
Mi madre, mi juez más implacable, me dio su aprobación con un “la Mona es buena
profesora”. Recuerdo que bailé con
Ignacio y con Carlos. Nunca con Sepúlveda. ¡Le llegábamos a la rodilla! Así que
bailó solo con la Monse. Sé que Gustavo me ignoró olímpicamente y se lo
agradezco.
Lo más
surrealista de la noche ocurría precisamente cuando dejábamos de bailar. Mi Ma
estaba ultra activa. Iba a la cocina a buscar cosas y a llevar loza sucia. En
una le quitó el helado a mi hermano y lo mandó a acostarse. A ratos nos sacaba
fotos con las que llenó todo un álbum pequeño. En otras nos sirvió champaña…Finalmente,
se le ocurrió encendernos cigarrillos.
Se dice que en
Chile los niños aprenden a fumar a los 9 años. En mi caso es cierto. La Monse y
la Gina también fumaban, aunque todas a escondidas de nuestros padres. Por eso
es por lo que era chocante que una adulta nos encendiera los puchos y nos dejara
fumar en público. Los chicos nos miraban fascinados, como si fuéramos espectáculo
de circo. “¿La deja fumar?” Gustavo me señaló por el dedo reconociendo por
primera vez que yo existía.
“En mi presencia,
nada más” contestó mi Ma echando humo por las narices. Yo podría haberle
recordado que hacía solo un año me había descuerado con su cinturón cuando me
descubrió fumando, pero como a todos me quedaba claro que mi madre era el
maestro de ceremonias de ese circo, El Señor Corales, y nosotras éramos los
animalitos. Estábamos ahí para bailar, fumar y ser decorativas. Los muchachos también
lo entendían así. En toda la noche todo lo que nos dijeron fue “¿quieres
bailar?”. Nunca nos preguntaron ni nuestros nombres. A ellos si los interrogó
Mi Ma y así supo que Ignacio era hijo de un frenemy de mi papá.
No recuerdo que
música bailé. Se que con Carlos bailé “Mrs. Robinson” del soundtrack de “el
Graduado” que me presentó por primera vez a esas glorias judías de Queens,
Simon y Garfunkel. Recuerdo que con Ignacio bailé “Spinning Wheel” en mi también
primer encuentro con Blood, Sweat and Tears y con Carlos, del mismo disco,
bailé “You've Made Me So Very Happy”. ¿Alguien, hoy, se acuerda de Blood
Sweat and Tears?
Llegó un momento
en que acabado el repertorio antes que la velada, se volvieron a poner los
discos. Al menos yo recuerdo haber bailado “Baby You Can Drive My Car” de Rubber
Soul con Pedro, el hermano de la Gina.
La llegada de Pedro
fue otro cambio de atmosfera. Cuando le dijimos que no se llevara a la hermana todavía
porque la estábamos pasando tan bien, llamó a su casa y dijo que quería bailar
una pieza con cada una de nosotras y luego se iban. Dado el permiso, procedió a
sacarnos a bailar. A sus catorce años, Pedro tenía personalidad, iniciativa y
no lo cohibía hablar con mujeres de cualquier edad. En chileno, “era más
canchero” que todo el rebaño con los que habíamos pasado nuestro primer baile. Pasadas
las once de la noche, nuestros invitados partieron en manada como habían
llegado. La única diferencia es que se despidieron de besos de nosotras.
Lo más
extraordinario es que solo ahora medio siglo después vengo a recordar el
suceso. Las sandalias y los aros los usé por un año. El vestido ni sé que
hicieron con él. Las fotos desaparecieron con otros recuerdos familiares que
estaban dentro de un baúl que se robaron cuando mandamos nuestras pertenencias
a USA en 1974. Si mi hermano no hubiese sido testigo yo creería que todo fue un
fragmento de mi imaginación
Dos años después del
baile, descubrí que la Monse U. andaba de novia con Gustavo, pero esa historia
ya no me atañe. El epilogo de mi historia llegó después del terremoto de 1971.
Mi Ma nos hizo dormir en el living por precaución y una noche en que cocinaba
en la chimenea, se acordó de la fiesta. Yo comenté que los chiquillos debían de
haberse aburrido mucho porque nunca más habían dado señales de vida.
Mi madre me
corrigió. En las semanas que siguieron al baile, Carlos e Ignacio habían
llamado a la casa preguntando por mí. Querían volver a verme. “Me cansé de
darles excusas’ dijo mi Ma, “tuve que contarles la verdad. Que tenías 10 años.
Ahí se dejaron de molestar”.
Por un lado, me
llenó de orgullo saber que había causado suficiente impresión en ‘hombres” que hubiesen
querido verme después del baile. Por otro me di cuenta de que la Tía Gilda tenía
razón. Había sido una fiesta de disfraces, un cosplay donde yo había
fingido ser una adulta. Eso “no quita lo bailao”, como decimos en Chile y
cuando escucho “Can’t Take My eyes Off You” el recuerdo es siempre bueno.