Hace una década,
cuando abrí este blog, tenía muchos
temas en mente que pensaba tratar. Con el tiempo algunos, como los perfumes y la moda, superaron a otros. Quisiera ahora retomar el
de la comida y comienzo con Los Desayunos del Ayer. Una ironía es que ya no
tomo desayuno, pero en mi memoria resaltan los de mi infancia trayéndome
recuerdos de sabores cálidos y deliciosos, aunque no el del infame Milo. En
esta entrada voy a evocar los sabores matinales de Los Sesenta porque esa
década corresponde a mi infancia, pero me gustaría que compartieran conmigo sus
experiencias con el desayuno en sus años mozos o en la época escolar..
Desde que regresé
a Nueva York que no tomo desayuno. Dependiendo de la hora en que me levante, que puede ser entre seis de la madrugada y
10AM, solo me bebo un vaso de jugo de
manzana. A lo más comeré alguna fruta que mi estomago todavía soporta (bayas y
piña) . Mi hermano, cuando no trabaja, se levanta al mediodía, por lo que no
tengo que encargarme del desayuno. Muy rara vez ( si ha salido temprano y
vuelve a hora de desayuno) me trae un
café con leche y un bagel con queso crema, un desayuno estándar de neoyorquinos
acostumbrados a comer a la carrera.
Cuando nos
trasladamos a este departamento, planeé invitar a mis amigos a grandes brunchs
con ensaladas de fruta, cocoa con malvaviscos, English muffins y tostadas
francesas. La pandemia acabó con mi vida social y con mis ganas de cocinar. El
desayuno se convirtió en cosa del pasado y cuando he ido a algún deli a hora de
desayunar nada me sabe igual. La edad te va restando las papilas gustativas y
solo queda en tu mente la ilusión de sabores pasados. Esos son los que busco
rememorar e inmortalizar con este recuento.
Los Años del
Milo
No recuerdo haber
tomado desayuno antes de ir a la escuela. Obviamente debo haber comido algo
temprano todos los días, pero no tengo memoria de rituales. Posiblemente, antes
de mi cuarto año de vida, me daban una
mamadera (biberón, mamila) , pero ya para 1964 era imposible obligarme a
consumir leche fresca a menos que estuviese combinada con otro producto.
Creo que la
facilidad para olvidar mis primeros desayunos se debe a que no tenía horarios ni
para dormir ni para levantarme. Algo que cambió al convertirme en escolar en
1966. Mis mañanas comenzaban en la oscuridad helada de otoño que devenía en
invierno. En ser arrastrada de mi camita tibia a un baño de agua medianamente caliente,
a ponerme las prendas engorrosas de mi uniforme, y a sentarme en la cocina donde, bajo una luz mortecina, me servían el desayuno.
Como mi hermano
iba al kindergarten en jornada de la tarde, dormía a pata suelta hasta las diez. En cambio,
yo era enviada a pie en mañanas grises a un sitio que no me apetecía para nada.
Aunque había abrazado con entusiasmo la idea de ser colegiala, a los tres meses
de comenzado el año escolar me di cuenta de que por más que me gustase estudiar
y del cariño que les había tomado a algunas maestras, mi escuela y yo no nos llevábamos.
Había comenzado
un bullying inexplicable de parte de mis compañeritos. Era físico e iba desde
patadas en la fila hasta empujones que me traían rodando por las escaleras.
Verbalmente se me hacía sentir que era un pájaro raro. Ir a la escuela se
volvió una ordalía y el desayuno era parte de ese tormento.
Creo que el
desayuno consistía en pan con mantequilla, tal vez mermelada. No estoy segura porque
nunca los ingería. El plato principal era un tazón—del porte de un plato de
postre— de un brebaje repelente que los niños de todo el mundo conocen como Milo.
Habrá quien cante
loas a este producto. Yo creia que se originó
en la Madre Patria, y que vino en las carabelas
de Colon, pero he descubiero que es un producto de Nestle y que se bebe en todo el mundo. Habrá quien vincule su repelente aroma a felices remembranzas
infantiles. Para mí el solo olerlo y ya regreso a días de martirio. No sé si
era el tufo metálico y artificial, o el color
que recordaba al agua de fregadero lo que me predisponía en contra de la
bebida, pero al primer sorbo las náuseas me invadían.
Curiosamente en
mis “primeros año de Milo” no vomitaba ni me quejaba, pero mientras recorría
las pocas cuadras que me separaban de mi escuela sentía como en mi estomago
flotaba el infame bebedizo como agua en una batea. Con suerte, pasada las oraciones matinales (era una
escuela católica como lo era yo entonces) y la primera clase, ya me sentía mejor. Eso duraba hasta otra tortura.
Por orden del
gobierno de Don Eduardo Frei, era obligatorio que toda escuela pública y
privada sirviese leche a media mañana, para evitar el raquitismo de los niños
que no tenían recursos para desayunar en casa. Esta magnífica medida, en mi caso, se volvía un suplicio.
“La hora de la leche”
era todo un ritual. Subían de la cocina dos niñas privilegiadas cargando una
jarra de metal y un saco de tazas plásticas tan viejas y usadas que ya estaban
como despellejadas en su interior. Aparte del asco de esos tazones verdes y
peludos, estaba el líquido. Lunes y jueves le ponían una cucharadita de esencia
de vainilla. Martes y jueves una cucharada de…¡Milo! La ausencia de azúcar hacia
el líquido insípido y nauseabundo. Solo el viernes era aguantable porque se le
agregaba harina de maíz tostado con lo que se confeccionaba una bebida
autóctona conocida por los araucanos como “ulpo”(una especie de atole). Aun sin
azúcar, el ulpo era delicioso.
Sin embargo, en
los otros días, la combinación del Milo no digerido aunado a esa leche me
provocaba vómitos diarios. Me pasaba el recreo (media hora) en el baño lo que
causaba la ira de mis compañeras puesto que solo había un baño de mujeres en
toda la escuela que originalmente había sido el hogar de la directora.
Por suerte, Mi Ángel
de la Guarda encontró un par de maneras de acabar con el Milo para desayuno y
colación. Antes de irse, Mi Nana Yolita—que había estado con nosotros desde mi
nacimiento— le comentó a mi madre que a mí me caía mal el desayuno. Como igual tomaría
leche en la escuela, mi madre me permitió saltarme la primera comida del día.
En cuanto a la leche diaria, encontré un modo muy pillo de eludirla. Me ofrecí
a lavar las tazas, así escamoteaba mi tazón medio lleno y vaciaba el líquido en
el fregadero. Hoy me siento culpable al pensar en los niños que necesitaban de
esa leche, pero ni modo que mi aparato digestivo la aguantase. Si solo le
hubiesen puesto un poquito de azúcar…
En mi segundo año,
mi madre enfermó de gravedad y estuvo casi todo el año escolar recluida en una clínica
en Santiago. La casa y nosotros quedamos en manos de mi padre, el hombre menos
doméstico de la tierra. Aun así, no me canso de decir que fue uno de los
mejores años de mi vida y que mi casa funcionó, bajo la egida paterna, como reloj.
A mi padre no le
gustaba el Milo por lo que lo desterró de las listas de mercado, reemplazándolo
por líquidos más digeribles. En cuanto a la leche escolar simplemente le
expliqué a la maestra de grado que habiendo tomado desayuno en casa no quería
cargarme más el estómago. La Miss Teresa, mujer buenísima y muy sensata (aunque
no le gustaba verme leyendo Mujercitas a los 7 años) lo comprendió y me
eximió de la horripilante leche.
En tercero básico
ya no nos servían leche, pero mi madre regresó a nuestras vidas con una lata de
Milo bajo el brazo. Ella siempre había tomado desayuno (incluso los fines de
semana) en cama y mucho después que
habíamos partido a la escuela, pero en 1968 había abierto una boutique y se
levantaba más temprano. Aunque seguía tomando desayuno en cama, ahora lo compartía con nosotros. Ponían una mesita
en su cuarto y nos observaba tomar desayuno con el infaltable Milo.
Pronto descubrí
otra argucia. Si bebía el Milo muy de prisa, me atragantaba y corría al baño a
devolverlo. Los vómitos eran causal para faltar a la escuela y yo mataba dos pájaros
de un tiro. Solo que tas un par de meses mi madre descubrió, no mi pillería,
pero sí que el Milo y mi estomago no se llevaban. Hizo que lo reemplazasen por
brebajes más ligeros como el té de jazmín que les compraba a los dueños del
Restaurant Pekín de Valparaíso.
A mí me da un
poco de vergüenza escribir estas líneas porque el Milo sigue siendo amigo de
los niños y un componente importante del desayuno escolar de Latinos de Hoy,
pero para mí siempre será una opción infernal que asocio con mis tristes años
de primaria.
El Desayuno
Sabatino.
Mis recuerdos más
felices de mi infancia rara vez van asociados a la escuela. Tal vez el inicio
del año escolar en marzo, o después de las vacaciones de primavera en
septiembre, pero mayo-agosto entre el 1966 y el 1972 son épocas que quisiese
olvidar. Eso no quiere decir que fuese eternamente infeliz. Existían los
veranos, las vacaciones de invierno y primavera, y muchos días feriados que abarcaban los fines
de semana.
Los domingos, a menos que estuviese enferma, no había desayuno. Entre 1966 y 1972, yo acompañaba
a mi padre a misa por lo que incluso antes de mi Primea Comunión, íbamos en
ayuno ambos. No recuerdo a qué hora era la misa, peros solíamos regresar al
mediodía coincidiendo con la llegada del repartidor de empanadas que venían
frescas y calientitas para el almuerzo dominical. Por eso nos saltábamos el
desayuno.
El sábado era
otra historia. Ese día teníamos permiso de desayunar en compañía de nuestro
padre en el comedor principal. Si no fuese ese ya un factor impresionantes, se le
agregaban cambio total de menú. Ese día vivíamos el milagro de la paila con
huevos.
Una paila es una sartén
en miniatura. Las hay esmaltadas, de aluminio o de acero inoxidable. También de
greda que le da un sabor estupendo a su contenido. Tiene dos asas y en ellas se
preparan exclusivamente huevos revueltos o fritos y se lleva directamente a la
mesa en ese mismo recipiente. Hay quien gusta de agregarle jamón, tocino o
salame. Otros le ponen un poco de leche, otros la espolvorean con perejil. Yo
soy amiga de que en una paila únicamente entren los huevos enteros y el aceite
necesario para cocinarlos.
Lo importante es como
deben ser cocinados los huevos. Si un poco crudos y jugosos (runny en
inglés) o secos hasta el punto de omelette. A mí me gustan en un punto
medio, que no sean tortilla, pero tampoco que resumen babas.
Mi padre los pedía
con jamón, nosotros lo pedíamos solos.. Aunque la paila venia acompañada de un “chocozo”
(pan batido, marraqueta), yo casi no le
prestaba atención al pan. Apenas un trocito para empujar el huevo. Hoy, que muy
a lo lejos puedo comer un huevo cocido, el placer de la paila se agranda tal
como el sabor en mi memoria.
La paila, reconocida
como una característica del desayuno chilensis, no era el único ritual
del alimento sabatino. Tras retirar nuestras pailas (cada uno tenía la propia)
y limpiar las migas, llegaba una bandeja
con servicio de café, pero no lo era. A mi padre le servían su café con leche
separado, nosotros en cambio entrabamos en el reino de la Cocoa Raff.
Ya el hecho de
que no nos la sirvieran en los bastos tazones del Milo, la hacía especial. No
señor. La Cocoa Raff merecía algún servicio de porcelana de mi abuela paterna.
De esos, que el bisabuelo trajo a Chile en uno de los barcos de su naviera
Braun&Blanchard y que si uno les examinaba el trasero veía un membrete que
decía Sevres, Saschen , Made in
England o simplemente China (la milenaria, no Taiwán)
Aunque la Cocoa
Raff sigue confeccionándose en Chile, la de los 60 tenía un sabor especial,
incluso diferente a otras cocoas y cacaos . Por empezar no venía en polvo como
el Chocolate Serrano que compraban para hacer postres y repostería. Se trataba
de una crema casi compacta, que debía sacarse con cuchara de madera de la lata
de color parecido al contenido. Esta pasta que parecía betún de zapatos se ponía
en el fondo del tazón, se vertía sobre
ella la leche hirviendo y espumosa y se revolvía hasta que la leche adquiría un
tono de corteza de castaña, muy diferente a pálido rosa carne del Milo
Fue una firma
inglesa Weir, Scott y co. la que mercantilizó la cocoa por primera vez en 1866 .
De ahí el dicho “del año de la cocoa”. La Raff fue inventada por Rafael Fariña.
Ya para cuando nació mi padre (1935), el
producto estaba en manos de Los Hermanos Salinas que la mercadeaban.. Sus
ingredientes que la hacen inolvidable eran cacao en polvo, malta y una cosa
llamada peptoma que creo era la que le daba ese sabor particular. Un sabor que,
como anunciaba el envase, era “peptomizado”.
A pesar de que la
cocoa ya era dulce nos ponían un azucarero en la mesa, pero mi diabética madre
solicitaba de las nanas un truco para evitar el consumo de azúcar. Antes de verter
la leche le echaban en el tazón una cucharadita de leche condensada y la
revolvían incorporándola a la cocoa. Después de eso no necesitaba más
endulzantes.
En mi infancia,
la Cocoa Raff era el reconstituyente más celebre de Chile. No solo lo bebían
los niños como parte de una campaña en contra del raquitismo, también las mamás
después del parto, ¡Incluso la gente que sufría de colitis y hasta los neuróticos
depresivos! Hoy a la Cocoa Raff se sigue
vendiendo, pero en polvo. Ya no sabe cómo antes y debe competir con productos
extranjeros como Quick, Cola Cao, y el infaltable Milo.
Desayunos Veraniegos
En el Chile de Los
Sesenta, las estaciones estaban muy marcadas , o al menos lo estaban en mi
provincia de Valparaíso. El clima regulaba todo incluso los alimentos. La mejor
época del año para los escolares como yo y mi hermano era la que comenzaba acabada
la revista de gimnasia, los exámenes y
otros rituales de fin de curso que precedían las fiestas decembrinas. Duraba hasta
marzo en que volvíamos a clase. Esos eran los días de andar descalzos por la
casa, de comer frutas hasta empacharnos, de ir a la playa, de ver tele hasta
tarde y de ir a “Los Juegos”. Así llamábamos a la feria/parque de diversiones
que se instalaba en el Estero Marga-Marga, justo delante de mi casa. Viña era muy
excitante en el verano para chicos y grandes y eso afectaba hasta el desayuno.
Experimentos
Maternos
Nosotros nunca
fuimos de jugos de fruta. A las nanas les aburria apachurrar naranjas con esos
extractores tan antiguos y tan incomodos. No se vendían ya preparados como hoy.
Una excepción eran los Nectares Watts que venían en botellas pequeñas de vidrio
y solo en tres sabores: durazno, damasco y pera. A mí me sorprendió ver, cuando
mi padre se fue a trabajar en Rancagua, que en el hotel donde vivía nos traían con la paila
de huevos y kilos de hallullas tostadas, botellitas de Watts. Muy simpático,
pero no creó en mi lo que hoy sigue siendo un ritual mañanero: el jugo de fruta.
Acabo de recordar
un verano en que a mi madre se le ocurrió darnos… ¡zumo de zanahorias! Creo que
fue el del 67-68, poco después que sufrí de unas fiebres cerebrales que me
tuvieron al borde de la muerte. Mi madre quedó preocupada de que necesitase
vitaminas y compró una prensa de metal en la que se exprimía el jugo de limón
para el pisco sour, el de naranja para las Macedonias de Frutas y en el que se prensaban
varias zanahorias. El zumo extraído se colaba con un lienzo y se servía en
vasos pequeños. Por mínima que era la cantidad no dejaba de ser inaceptable.
Ahora era mi hermano el que lo vomitaba, así que el experimento también
desapareció, pero lo siguieron otros.
Exprimidores antiguos
Yo nunca he sido
de cereales ni por haber vivido un cuarto de siglo en suelo useño, y menos de
avena. Un verano—no recuerdo cual— a mi madre se le
ocurrió que tendríamos “un desayuno inglés. No con diversos alimentos fritos en el mismo
plato, ni arenques ni té negro. Lo que nos esperaba en la mesa estival (en el verano nos permitían comer en el
comedor) era un potaje horrible que a
primera vista parecía comida de bebé o un risotto mal hecho.
“ Es porridge”
nos anunció mi madre con gran sonrisa. Intentamos comerlo, pero ..¡qué asco! No
nos la podíamos con esas gachas. Para tentarnos, mi madre nos puso sobre la
avena blanca una buena cucharada de mermelada de moras. Con ese disfraz, nos
animamos a tragarnos otra cucharada, pero a mi padre se le ocurrió soltar en
ese momento un epitafio para el porridge. “Tienen suerte. lo comen con
mermelada. Cuando yo era chico le plantaban una cucharadota de aceite de hígado
de bacalao, y no se imaginan la hediondez a pescado…”. No oímos el resto, nos
vinieron arcadas y salimos huyendo del comedor cubriéndonos la boca con las
manos. Ese fue el fin del experimento cereal.
Mas Alla de
los Huevos Revueltos
Lo próximo tuvo
que ver con huevos. Aún en verano, seguíamos disfrutando de nuestras ricas
pailas, pero con los calores veraniegos, a mi Ma se le ocurrió que comiéramos
algo más fresco. De ahí vino el “huevo a la copa”. Se llama así porque
originalmente en los restaurantes europeos se servía en una copa. Es lo que se
conoce también como “huevo pasado por agua” y que lo sirven en las películas en
un contenedor muy bonito con cascaron y todo.
Es un huevo duro
que se saca del agua hirviendo antes de cuajar. A nosotros nos lo servían en
tazas de café grandes, sin cascara, solo
el interior anaranjado y un poco baboso. Le echábamos miguitas de pan para
absorber la clara medio cruda . Con un poco de sal eran bastante aceptables. Mi
padre los odiaba. Un verano en que teníamos suplente ya que la nana de planta estaba
de vacaciones, la chica ( que parece que no lavaba bien la loza) usó una taza de huevo a la copa para el café
de mi padre. Los rugidos paternos se oían hasta la Cordillera de los Andes “¡esté
café huele a huevo crudo!”.
Una nueva
aventura con cascarón me llegó un domingo que, al regresar de misa, encontré a mi hermano en la cama de mi mamá
compartiendo su desayuno que consistía en algo extraordinario: un huevo crudo.
Mi madre tenía predilección por las cosas crudas: verduras, mariscos que solo consumía (como yo ahora)
fuera de casa, tártaros, y huevos.
El huevo a la
ostra es una cura perfecta para resacas ( curdas, monas, caña) y pareciera, según
Google, ser un invento chileno, pero no
es así. Lo inventaron en ese paraíso de bebedores llamado Australia y su nombre
original es Murrumbidgee Oyster. Bajo el nombre de Prairie Oyster,
se convirtió en una cura para el amanecer de juergas trasnochadas entre los Bright
Young Things británicos (lo
mencionan Isherwood y Woodehouse) y de ahí pasó al Hollywood de los 30.
(NOTA. En la
Wikipedia rusa leí que era alimento de los pioneros del Far West en sus largas
caravanas por las Rocallosas y de ahí otro nombre “Rocky Oysters”.)
Mi madre lo
tomaba por razones de salud y nosotros lo adoptamos. Aunque parecía asqueroso,
si cierras los ojos y te plantas un sorbo el sabor es muy estimulante como el de
una mayonesa liquida picante y con especias. No pararían ahí los experimentos “hueviles”
de mi madre.
Con el calor del
verano, los líquidos calientes no eran bienvenidos. En su afán de alimentarnos
bien mi madre recurrió a varias estrategias. Una era la famosa malta con huevo.
Aunque la idea de agregarle un huevo crudo a una bebida puede parecer repulsiva,
no es única de Chile. En otros países se
le agrega a cocteles y se le conoce como Flip. En Chile es parte de nuestro
coctel nacional, la vaina, y del (no-tan-nacional)
pisco sour , aunque ahí solo se le agrega la
clara al combinado.
La malta con
huevo nos gustaba mucho. Nos la servían en vasos altos de vidrio verde y daba
la impresión de que estábamos bebiendo cerveza como los grandes. Mi idilio con
la malta con huevo—muy buena para madres durante el periodo de lactancia— acabó
con una pesadilla. Soñé que de mi vaso verde salían babosas negras. Le tomé un asco
al líquido que nunca más he podido superar.
Entonces mi madre
lo reemplazo por un brebaje que hasta el día de hoy me encanta: leche con…Se
trata de una versión de los licuados (shakes) anglosajones. Consiste en
batir en la juguera leche fría, un poco de azúcar y fruta que en nuestros casos
podían ser banana o frutillas (fresas). El resultado era/es siempre exquisito.
Lácteos y La
Alquimia del Yogurt
Aunque uno o dos
vasos de estas leches eran suficientes para calmar nuestro apetito, el desayuno veraniego también contenía huevos
, pan y otros productos lácteos como el quesillo. No confundir con el postre
venezolano, el quesillo (que no he encontrado en ningún otro país) es parecido al quark alemán (cuajada) ,
por lo que es posible que sea otra aportación germana a nuestra gastronomía. De
hecho, los alemanes nos trajeron un cheesecake hecho de quesillo.
Kuchen de quesillo o cheesecake , receta germano-chilena
Es un queso
fresco, blanco, semi blando, de textura como de flan. Es menos salado que el mozzarella
y no sirve para pizas. Se come en ensaladas o solo en tajadas . Es muy amigo de
las dietas porque tiene pocas calorías y cae liviano. No es bueno con pan y a
nosotros nos lo daban con las galletas de agua o soda. A veces se reemplazaba
el quesillo con queso de cabra, más salado y de sabor fuerte.
Los lácteos tuvieron
que ver con otro experimento materno. Un día mi madre llegó a casa de su tienda
con un gran frasco de vidrio que llenó de leche y puso al fuego en una paila de
agua. Aunque ya conocíamos el truco del Baño Maria (inventado por la gran
alquimista Maria Hebrea) para hacer flanes, nos preparamos a ver algún
experimento químico . Sensación aumentada por las cripticas explicaciones
maternas de “es para hacer pajaritos” Como los pajaritos que conocíamos eran los que
vuelan o los pericos que guardábamos enjaulados, pusimos cara de interrogación. “No, tontos.
Son pajaritos para hacer yogurt” nos anunció con tono de suficiencia y nos ordenó
mantenernos lejos del frasco que cubrió con gasa y depositó en un lugar recóndito
del repostero..
A la mañana
siguiente, la seguimos en la ceremonia
de develación del misterio. Esperábamos ver salir del frasco o palomas como de
la chistera de un mago, o algún
homúnculo. La desilusión fue mayúscula cuando lo que vimos en el fondo eran prosaicas
coliflores. Aunque mi madre nos explicó que era grasa y que de ahí sacaríamos
esa misteriosa palabra “yogurt”, nos desinteresamos del proyecto. Lo terrible
es que mi madre también se olvidó. Una semana más tarde fuimos todos a ver y
encontramos algo podrido que olía leche cortada.
Los entendidos
reconocerán en todo este proceso alquímico la producción del kéfir turco que
lleva a la elaboración del yogurt. No acabaron ahí nuestras aventuras
yogurtianas. Sintiendo que nos había defraudado, mi madre contactó a la firma
Yeli (que también hacia quesillo) que fabricaba yogurt y le encargo al lechero
que nos lo trajese junto con la leche diaria.
Los yogures Yeli
venían en simpáticos envases, mitad
botella de leche, mitad pote de
mermelada que las nanas luego convertían en mini floreros. Su monograma era una
vaquita sonriente y su contenido igualmente amistoso. Sobre todo, si se le
mezclaba con mermelada de damasco o moras. Los yogures se convirtieron en los
favoritos de los desayunos estivales.
Una ironía es que
por deliciosos que fuesen los desayunos, pasaron a ser la comida más dispensable del
día. Aunque conservábamos el ritual de la compañía paterna sabatina, los días de semana nos encontraba con los
adultos desaparecidos y nosotros obsesionados con el panorama que nos esperaba Solo
queríamos apurar la colación y salir a la calle a divertirnos. Tomábamos
nuestros vasos de leche en la cocina de pie, y comíamos nuestro yogurt apoyado en la puerta
del patio guardando la última cucharada para el perro de turno.
Lo que hubiese
podido ser un ritual familiar devino en un rito precursor de golosinas más
exóticas que formaron parte de nuestros veranos viñamarinos: helados en la
playa, barquillos rellenos de dulce de leche (Cuchuflis) en la plaza,
anticuchos en Los Juegos, y cabritas
(palomitas de maíz)en el cine. El desayuno pasó a perdida.
El Fin del Desayuno
A partir de 1970,
cuando yo me convertí en ‘Señorita” oficialmente, mi madre observó que yo
vomitaba si desayunaba antes de ir a la escuela, pero que eso no sucedía en
días en que me quedaba en casa. Sin asociar mis problemas estomacales con la
ansiedad que me provocaba ir a un sitio donde me esperaban malos ratos, creyó
que se trataba de un problema de movimiento y sentenció “A La Neni se le revuelve
el estómago salir a la calle después de comidas”. No se me dio más desayuno en
días escolares y se aumentó mi colación. La colación es un tema que merece nota
aparte, pero hasta el día de hoy no puedo desayunar si tengo que salir después.
Por años lo único
que ingerí era un vaso de jugo de naranja. En los fríos inviernos neoyorquinos,
eso puede resultar contraproducente y en dos ocasiones me desmayé por solo
llevar liquido helado en el estómago. Los desayunos deben ser primordiales en
la temporada invernal. Fue así que en USA descubrí el placer del desayuno a
media mañana, sobre todo después de haberme levantado a las 6Am para enseñar
una clase a las 8AM: Cappuccino y muffins en la cafetería de la universidad; tostadas francesas en algún bistró de Manhatta;
, torres de panqueques rezumando sirope en IHOP.
Hablar de mi
relación con los desayunos americanos llenaría páginas .Este artículo es para presentar
mis experiencias en America Latina con las primeras comida del día y escuchar
las de ustedes. Yo he comido medias lunas y café con leche en Buenos Aires,
huevos rancheros y chilaquiles en el DF, e inolvidables los Hot Cakes de
Sanborns, pero no tengo mucha experiencia con desayunos en el resto del
continente o en España.
Una excepción es
un desayuno hondureño. En el verano de 1987, mi ahijada Mérida que trabajaba en
mi casa de lunes a viernes, se
sorprendió al verme salir (estaba dando un curso de verano en Queens College)
sin desayunar. Tanto se empeñó en darme de comer que , como me venía recoger
una alumna en su carro, decidí no menospreciar el festín .
No he visto
desayuno más pesado o mayor concentración de frituras matinales desde el
desayuno inglés. Mérida freía un huevo, una porción de frijoles (porotos, pero
los rosaditos) ya cocidos, y plátanos.
Con eso llenaba un platillo grande y yo me lo zampaba con gusto. Hoy que apenas
puedo comer sin retorcerme de dolor, es lo que encuentro más asombroso, esa facilidad para digerir ese festín matinal.
Antes de sentarme
a la mesa, me plantaba un vaso grande de Tropicana y acababa el desayuno con un
tazón (mug o “mugres” como los llamaba mi padre) de café con leche. Es increíble,
Ni el vaivén del automóvil, ni la dinámica de dictar clases por dos horas y sin
aire acondicionado, me afectaban el
intestino. De hecho, el pícaro desayuno me daba energías. Fue en septiembre que
el cuerpo me pasó la factura y se me reventó la úlcera, pero como hubo media
docena de motivos para ese desastre, no puedo culparlo en el delicioso refrigerio
hondureño.
Y aquí me
detengo. Hora es de escucharlos a ustedes Latinas/Latinos/Latines de ambos
lados del Atlántico . ¿Cómo fueron sus desayunos infantiles? ¿Hay alguna comida/bebida que les traiga
nostalgias? ¿Les daban leche u otro alimento en la escuela? ¿Había algún ritual
especial que acompañe esos recuerdos?