martes, 28 de enero de 2020

Aromas del Ayer: Fath de Fath



Para la Janucá pasada, mi hermana me regaló una miniatura de Fath de Fath. Siempre había querido conocer ese perfume, pero un olfateo y ya lo reconocía como algo de décadas pasadas solo que no puedo localizarlo. ¿Fue parte de la colección de mi madre en los 60? ¿Tal vez lo usó mi abuela o alguna de sus hermanas? Lo único confirmado es que este pomito no corresponde a la reformula oriental del ’93, sino que es la fragancia que Jacques Fath lanzase al mercado en 1953.


Para cuando Fath ordena la fabricación de un perfume que tendrá su nombre, ya lleva ocho años en la industria del buen olor, y casi 20 en el mundo de la moda. Le queda un año de vida, pero está en la cúspide de su carrera y es parte de la historia de la moda al ser un integrante de esa etapa de posguerra en la que Francia revolucionó la industria del vestido.
Fath retratadfo por Serge Ivanoff.

Jaques Fath nace en París en 1904. Hijo de una familia de origen flamenco-alsaciano que se movía en el mundo bohemio, el joven Jacques es nieto del famoso dramaturgo Georges Fath y tiene tíos pintores y diseñadores. De su abuela, se dice que ha sido modista de la Emperatriz Eugenia.

Inicialmente, Jacques se prepara para una vida burguesa estudiando contaduría en el Instituto Comercial de Vincennes para luego trabajar dos años en La Bolsa de Paris. Es su amistad (o más que eso. Jacques Fath siempre tuvo reputación de homosexual) con el director de cine Leonid Moguy lo que lo empuja a estudiar drama.

En una clase de drama, Fath encuentra otro romance, pero esta vez heterosexual. Genevieve Boucher de La Bruyere pertenece la nobleza francesa, pero ya se ha hecho su propio nombre en las pasarelas y como secretaria de Coco Chanel. Es ella quien impulsa a su novio a entrar en el mundo del diseño.

De libros, visitas a museos y hasta de los vestidos de su madre y hermanas, Fath adquiere un conocimiento básico de la costura. Apoyado por el dinero de una acaudalada armenia Madame Gulbenkian, Fath abre, en sociedad con ella, su primer atelier. Le tomará dos años amasar algún dinero y la confianza para pedirle a Genevieve que sea su esposa.

 La nueva Madame Fath modela los diseños de su marido en las carreras de caballos de Longchamps. Por primera vez, Vogue reconoce el talento del joven diseñador. Pero es 1939, la Segunda Guerra Mundial irrumpe en la carrera de Fath. Parte al campo de batalla donde se cubre de gloria ameritándose una Croix de Guerre y la Legion d’honneur. Es tomado prisionero, pero liberado tras la capitulación.
Genevieve en un sombrero diseñado por su marido

Retorna a Paris el verano de 1940 y lo primero que hace es usar lo ahorrado para comprarle su parte a su socia. Ahora la Casa Fath es una entidad independiente. Durante la Ocupación, Jacques Fath permanece activo tanto en el frente laboral como en el familiar y en 1943, Genevieve y él reciben a su único hijo, Philippe.
Philippe Fath el día de su boda

En el frente laboral, Fath sigue creando vestidos a pesar de que las autoridades alemanas lo privan de materiales. En Francia se ha racionado la gasolina hasta el punto de que hasta las mujeres se movilizan en bicicletas. En el mercado negro, y en abierta rebeldía a las dictaduras del régimen ocupante, Fath adquiere tela para diseñar unas faldas campesinas muy amplias que permitirán a sus clientas desplazarse decorosamente en sus bicicletas.

La Edad de Oro de Maison Fath llega con la posguerra. Genevieve y su marido coinciden que no se vale ser modisto si no se puede vestir a la elite. Para hacerlo deben vivir como aristócratas. Adquieren el Castillo de Gorbeville, y comienzan a vivir con todo lujo dando espectaculares y fastuosos bailes como el legendario Blanco y Rojo donde todo el Haute Monde parisino viene disfrazado.

Fath besa la mano de Leonora Fini. En el trafondo Genevieve en galas versallescas.

En 1948, Jacques y Genevieve viajan a Nueva York para internacionalizar los diseños del modisto. Ese mismo año, Fath diseña el vestuario del filme policial “Quai d’Orfevres”. y se cubre de gloria en 1950 cuando confecciona el icónico vestuario del filme inglés “Las Zapatillas Rojas”. En total se encargará del vestuario de seis películas hechas en Francia e Inglaterra.
Moira Shearer en "The Red Shoes"  vestida de Fath

Para los 50, Jacques Fath tiene aprendices de renombre como Hubert de Givenchy y Guy Laroche. La Maison Fath se enorgullece de su clientela exclusiva. Jacques viste luminarias de Hollywood como Ava Gardner y diseña el vestido de novia de Rita Hayworth cuando ella se casa con el Príncipe Aly Khan.

No solo actrices son sus clientas. Cuando Evita Perón hace que la retraten lo hará envuelta en una creación de Fath.

Aunque Genevieve sigue siendo su musa, Fath descubre modelos como la célebre Bettina que más tarde será famosa no solo por sus trabajos en la pasarela sino también por sus amantes entre los que se cuenta el Agá Khan.
Bettina modela un ajustafo vestido de calle de Fath

El estilo de Fath es muy sexy, vestidos ajustados como guantes, grandes escotes. Para el día prefiere telas de jersey, para la noche terciopelos y satenes ribeteados de piel. Pero también es un precursor del uso textiles naturales como el cáñamo y de botones hechos con cascaras de nuez y de almendras.
Bettina en satén rojo de Fath

Desde 1945, Fath se ha integrado a la industria del perfume primero con Chasuble (1945) y en 1947 lanza al mercado Green Water, una colonia para después de afeitarse, e Iris Gris,  un compendio de flores “azules” (violeta, lila, heliotropo) con toques de cedro y durazno. Pero el perfume más reconocido de su firma será Fath de Fath, creado por Vincent Roubert, un año antes de la muerte de su diseñador.

En 1954, Jacques Fath sucumbe a la leucemia. Solo tiene 42 años. Su última travesura consiste en una colección pret-a-porter que escandaliza a sus colegas.  No se sabe hasta donde hubiese llegado el legado de La Maison Fath si su creador hubiese vivido más tiempo. Genevieve intenta mantener el negocio a flote por cuatro años, pero acaba cerrando la casa de moda en 1957.

La marca Fath sigue en existencia fabricando medias, guantes, accesorios y aromas. En 1992, la firma ahora bajo el nombre de France Luxury Groupreformula Fath de Fath. Yo creí que compraba esta refórmula, pero entre olfatearlo y leer reseñas, me encuentro confundida.

El consenso es que la refórmula es un oriental cuyas bases son frutales-florales. Mi relación con los orientales me lleva a pensar en especias exóticas que aquí no afloran.  A pesar de que sus ingredientes incluyen flores blancas, heliotropo y rosa, tampoco es floral. Hay algo ahí de azahar, un poco ajado, como el bouquet que atrapa una dama afortunada en una boda.

Aunque las notas altas son cítricos, grosella, melocotón y ciruela, tampoco las percibo.  Hay un vago recuerdo a los capullos de ciruelo que vi florecer en mi única primavera en Peñablanca, pero es muy vago, más fuerte es el olor a ciruela asada. A esas ciruelas gordas y rojas que mi madre perforaba con un tenedor para luego bañarlas en margarina derretida para con ellas rellenar el pavo de Thanksgiving.

Fath de Fath, todavía encapsulado en ese precioso pomito de cristal cortado, es un perfume de interiores, no de jardines ni huertas. Me dicen que el original tenía un pasoso olor a cuero. Este es más sutil, pero si huele a sofás enfrente de una chimenea, a resabios de Hennesey en los copones de brandy, a la fragancia de vainilla del tabaco de pipa que mi padre usó para quitarse el hábito de fumar.

Hay algo de masculino en el perfume. Pero también me recuerda el aroma del forro del visón de mi madre. Ese que se trajo de Buenos Aires en el invierno de 1965 y con el que me envolvió la noche del terremoto del 71.

Es un perfume evocador y por eso no lo recomiendo para las muy jóvenes. Es un perfume para mujeres que vivimos pendientes de memorias, que todavía, avergonzadas, recordamos haber usado pieles de animales para abrigarnos en invierno. En mejor tono es un perfume a citas pasadas frente a chimeneas encendidas, después de una boda, que dicen es cuando uno encuentra romances prohibidos pero sabrosos como el perfume de Fath de Fath.

jueves, 2 de enero de 2020

Aromas del Ayer: De Cómo Me Convertí en Catadora de Perfumes



Esta primera entrada del 2020 nace de cuando la Reina Estelwen solicitó ver fotos de mi colección de perfumes. Antes que desperdigar un par de fotos en Facebook, que al final se pierden, opté por hacer un mini ensayo de como llegué a tener una colección de perfumes, un historial de las marcas que he usado en mi vida y como me he vuelto una sommerlier de diferentes esencias. Hasta he incluido un listado de los espacios que he usado para guardar mis cosméticos. Espero les guste. (Agradezco a mi amiguito, la gárgola Iggy, por haber aceptado modelar junto a los perfumes).

Antes que todo, quiero explicar que, aunque no lo parezca, no hay nada frívolo en un perfume. Es una modo de identificación, lo vemos en el mundo animal y también existe en el humano. Es una manera de hacer más reconocible nuestro olor, incluso ayuda a aumentar nuestras feromonas. Como la moda, el perfume es una forma de expresión personal. Es difícil, pero útil, escoger un aroma que nos defina, que nos siente bien, y que nos haga sentir bien. Yo soy una devota de la aromaterapia, y un buen aroma puede ayudar en nuestra curación mental, física y emocional.

Días de Lavanda Atkinson
Desde pequeña tuve un olfato poderoso, para oler tufos apestosos tanto como para perfumes de flores que siempre me gustaron. Toda mi familia apreciaba los buenos olores.  Mi abuela paterna tenía una colección de perfumes, y se trajo algunos cuando vino a vivir con nosotros el ‘65. No sé qué pasó con ellos luego que la internaron.
Mi abuela con mi padre (1936)

La colección de perfumes de mi mamá quedó sepultada con sus muebles de dormitorio y joyeros bajo las ruinas de nuestra casa en el terremoto de marzo de ese año, pero para diciembre del 65 ya había iniciado otra. Hasta que fuimos a USA, mi mamá tuvo una colección de perfumes cuyos nombres eran los de los modistos de sus figurines de modas: Laroche, Nina Ricci, Paco Rabanne, Chanel, Rochas y por supuesto Dior. Todos los cumpleaños, mi padre le regalaba un envase grande de Miss Dior en una caja que parecía hecha de tela y que hacía juego con los trajes.
Mi mamá y nosotros en 1963, en sus días de Dior


Hasta mi papá tenía en nuestro baño (en una casa de cuatro baños, toda mi excéntrica familia usaba solo uno) sus botellas alineadas en el botiquín. A mi hermano, antes de irse a la escuela le aplicaban en su cabello engominado unas gotas de Acqua Velva, Old Spice o Canoe de Dana.

Mi padre prestaba sus colonias con el compromiso que para su cumpleaños, Navidad o Dia del Padre le compráramos una botella de repuesto. Algunas venían con crema de afeitarse y hasta brochas y un tazón para preparar el jabón con el que mi padre se cubría la cara antes de pasarse la rasuradora eléctrica. La única colonia que no teníamos permiso de tocar era el exótico Moustache de Rochas porque era “caro”.

Yo tenía permiso para oler todas esas botellas de formas tan fantásticas, tanto de la colección paterna como la materna, pero no de aplicarme sus contenidos. Una sorpresa es que, aunque se me permitía pintarme, no tuve permiso para usar perfume de marca hasta los quince años. Hasta entonces fui esclava de la famosa Lavanda Atkinsons que me acompañó desde mi infancia hasta mi adolescencia y de la que he hablado en otro sitio.
Malena, en sus dias de Lavanda Atkinsons (1968)

Lo curioso es que no me interesaba el perfume tanto como las sombras de ojo, los pintalabios y el colorete (o rouge). Nunca se me ocurrió aplicarme ni los restos que dejaban las nanas, en su departamentito de servicio aledaño a la casa, botellas con conchitos de Pompeya o el pasoso Tabú.

Tatiana, Emeraude y la Colección de mi Hermana
No sé en qué momento, pero ya fue en suelo norteamericano, que Mi Ma decidió que ya era hora que tuviera un perfume propio. Así llegó a mis manos un estuche blanco que contenía el que posiblemente es el mejor perfume que he usado en mi vida: Tatiana de Diane von Furstenberg. Hoy no se puede conseguir por menos de cien dólares, pero entonces no costaba más de veinte o veinticinco.

Usé Tatiana por casi tres años. Ya para cuando entré en la escuela judía, mi madre había descubierto Saltzman, la farmacia de barrio en Unión Turnpike, a un par de cuadras de mi casa. Como toda farmacia respetable poseía una sección de perfumes. Ahí mi mamá se volvió una aroma-glotona probando y comprando marcas nuevas o desconocidas para ella. Esos fueron los años del desaparecido Ciara, de Charlie, de Jontue, de Halston, de Babe de Fabergé, y lo nuevo de Coty. Cuando algo que compraba dejaba de gustarle, mi madre me lo cedía. Así fue como me convertí en clienta de Coty. Primero con Masumi y luego con el fantástico Emeraude.

Un suceso extraordinario que ocurrió en mi último año escolar fue la adopción oficial de la hoy Dra. Janet Sendar como mi “hermana”.  Vale una explicación, en las escuelas de niñas judías, la costumbre es que las alumnas mayores adoptasen una de las pequeñas para ser su guía y apoyo durante el periodo escolar. En Ezra Academy, eran las pequeñas las que elegían y yo tuve el honor de ser elegida por varias.

 La diferencia con Janet es que el lazo no se cortó ni siquiera después de mi graduación, un lazo que perdura hasta hoy. Lo mejor es que nuestras familias estaban muy contentas con esa relación e incluso yo le decía ‘mamá” a Mrs. Sendar (aleha ha shalom). Lo mejor fue que mi estricta madre me permitió lo imposible, quedarme a dormir y pasar largos periodos en la casa Sendar.
Mi hermana y yo en mi vigesimo-quinto cumpleaños (Sept. de 1984)

 Ente los muchos tesoros y cosas mágicas que hallé ahí fue que mi hermana, aparte de su bien provisto armario y de su fa-bu-lo-sa colección de bodice-rippers, coleccionaba también perfumes. En un cajón de su gran cómoda (buró) tenía un repertorio de pequeñas y grandes botellas de diversas marcas. Ahí volví a ver Tabú de Dana y olí el Maja de Myrurgia y tomé una decisión, algún día tendría una colección de perfumes.

Era una decisión difícil. Por empezar yo contaba con muy poco dinero para gastarlo en perfumes de marcas. Luego no tenía donde guardarlos. Desde mi llegada a USA, había compartido cuarto con mi madre (infierno en la tierra, se los aseguro). Para 1979, mi nuevo estatus de universitaria me había ameritado un cuarto propio. El más pequeño de la casa que fue el que ocupé. En amueblarlo con cama, escritorio y libreros, se acabó el espacio para poner un tocador (vanity, dressing table). Los pocos perfumes que poseía se quedaban dentro de mis bolsos y colgados dentro del closet.
Guapo incomodo ante la estrechez de mi cuarto. (1978)

Una Era de Experimentos y Malos Olores
Para ese entonces, mi mamá había dejado atrás su etapa de probadora. Había hecho amistad con una vecina que vendía productos Avon. Así fue como conocimos la perfumería de esa casa. También, por aquel entonces me suscribí a uno de esos clubes por correo que todavía existen. Este mensualmente me enviaba una caja de cosméticos (cremas, productos para los ojos, lápices labiales y perfumes). Si nos gustaba, mi madre pagaba y nos la quedábamos. Si no, la devolvíamos.

Como nos daba pereza devolver la caja al correo, muchas veces hubo que pagar maquillaje que no les gustaba ni a las gatas, así que mi madre se cansó y me hizo cancelar la suscripción. Pero hasta entonces tuvimos acceso a aromas muy curiosos. Recuerdo por ejemplo una caja de perfumes del Príncipe Matchabelli que contenía Wind Song, Aviance y Quimera. Otra con Muguet de Bois de Coty. Delicioso, lo usé por un año hasta que caí en cuenta de que en mi piel el lirio del valle ¡adquiría olor a consomé de ave!

Pero si hablamos de tufos, mi momento “trágame tierra” odorífero, lo provocó otra muestra exótica: el temible Shocking de Schiaparelli. Mi Ma se lo probó, no le gustó, y me lo regaló advirtiéndome: “Úsalo para la casa” Yo no le hice caso. Este perfume había sido confeccionado bajo la egida de la gran Elsa Schiaparelli, la Dalí de la moda; la que por primera vez usó modelos adolescentes (entre ellas, cuenta la leyenda, mi abuela materna), más encima era la abuela de mi admirada It Girl Marisa Berenson.

Ese viernes cuando preparaba mi ropa para el servicio del Sabbath, rocié mi blusa y enagua con el nuevo perfume. Al día siguiente, me levanté temprano, me vestí y me fui mientras mi mamá dormía. Como siempre fui la primera de las mujeres en llegar al templo. En la sección femenina, yo era la única joven y soltera. La mayoría eran madres con muchos chicos o” viejitas” (a mis 19 años yo consideraba toda mujer por encima de 45 una anciana) así que no llegaban antes de las diez.

Yo me senté en primera fila detrás del mehitza. En las sinagogas ortodoxas los hombres y las mujeres se sientan separados. En los grandes templos incluso se sientan en pisos separados, las mujeres arribas y los hombres donde no puedan mirarlas. En una sinagoga moderna y pequeña como la mía bastaba con un biombo cribado, a través del cual yo podía observar y oír lo que ocurría en el sector masculino, pero por suerte no me podían oler.
Una mehitza cribada

Comenzaron a llegar las señoras, me saludaban, hacían una mueca y se iban a los asientos traseros. Pensé que querrían chismear a su gusto, pero pronto comencé a sentirme aislada. Ahí noté que pasaba algo. Primero fueron toses, luego oí carcajadas sofocadas, por el rabillo del ojo vi que una hacia gestos como que se ahogaba. Había mucho susurro, pero como hablaban en yiddish (la mayoría eran del Old Country, Rusia y Europa Oriental) no entendía ni jota, pero era claro que yo era la culpable.

Al final, una le dijo en inglés a otra “¡huele a desinfectante!” Como venia de la boca de una veterana de Auschwitz, se me heló la sangre en las venas. Luego sentí que me subían los colores a la cara que se había vuelto un tomate maduro.

No sabía qué hacer. Ni modo de levantarme y marcharme y no tenía los ovarios que desarrollaría después para pedir excusas, ofrecer una disculpa risueña y hacer mutis por el foro. Me tuve que quedar ahí apestando como zorrino por dos horas. Apenas acabó el servicio alcancé a decirle a mi hermano que me sentía mal y me iba a saltar el almuerzo.

Llegué a casa casi corriendo y aun hedía. Mi Ma me lo confirmó.” ¡En serio, vienes hedionda a insecticida!” Ó sea si olía a Zyclon B. Tuve que cambiarme, no podía bañarme hasta la noche así es que me puse una bata de casa, y el frasco de Schiaparelli fue a parar a la basura. Nunca he podido saber si ese frasco venia maleado, si Shocking es un tufo caro o era algo en mi epidermis que provocó esa tragedia.

En Busca de Un Perfume Perfecto
La gente que me conoce dice que yo soy una late bloomer, ósea que hago las cosas con más retraso que las demás mujeres. Perdí mi virginidad quince años más tarde que la mayoría de las chicas; aprendí a cocinar después de los 30 años; me fui a vivir sola después de los cuarenta. Por eso comencé a desarrollar un estilo de vestir y de arreglarme cuando ya estaba haciendo mi primer posgrado (1984-1987) y ya tenía un cuarto de siglo de vida mis espaldas.
Malena en su primer semestre de adjunta en Queens College (junio, 1985)

Parte de mi nueva preocupación por tener un estilo propio tenía que ver con mi primer empleo profesional, con la idea de que debía lucir bien ante mis alumnos, y con mi primera cuenta de ahorros que me permitía comprar lo que yo deseara.  Aunque comencé a experimentar con cosméticos, los perfumes no fueron mi prioridad. Para entonces mi mamá había abandonado lo que ella llamaba “perfumes pichiruches”.

Su poder comprador había subido. A mi padre le habían aumentado el sueldo y se lo entregaba todo a ella, además mi hermano y yo también le pasábamos sumas fuertes mensuales. El hecho es que ella se aferró a las tres marcas que usaría hasta el fin de sus días: Gloria Vanderbilt, Oscar de la Renta y Paloma Picasso. Yo, firme en mi idea de crearme un estilo totalmente mío, me mantuve al margen de esos perfumes.

Lo que si le aceptaba eran las samples. Todos los fines de año, Mi Ma exigía que le compráramos unos estuches que vendían en Bloomingdale’s que traían miniaturas de perfumes de marca. Mi mamá se apropiaba de los Chanel, Givenchy, Ralph Lauren y me daba las miniaturas de First de van Cleef, Estee Lauder, Ombre Rose (que tengo puesto ahora mientras escribo), y eventualmente los White Diamonds de Elizabeth Taylor.
Estuche de Bloomingdale's de los 80.

Como eran pequeñitos era fácil guardarlos en cualquier lado. Mis vacas gordas no habían cambiado la estrechez del cuarto. Mi biblioteca había crecido y aunque dormía en un sofacama, todavía no había muros para poner algún mueble que sirviese de tocador.

Cuando cumplí 21 años, mi Mama me regaló un espejo redondo que antes de venirme se lo heredé a mi Angelita (ahí me mandó una foto). Ese espejo encontró espacio entre la ventana y la puerta del closet, pero mi tocador colgaba de la puerta del closet. Me conseguí uno de esos colgadores de ropa interior de cuatro bolsillos, uno para las limas de uña y esmaltes, otro para pintura de ojos, otro para labiales y gloss y el ultimo para los pomitos de perfume. Una colega que vino de visita se murió de la risa: “En mi cuarto tengo un tocador con espejo gigante y ningún libro. ¡Y tú tienes tantos libros que no tienes espacio para un dresser!”
El espejo y algo parecido a mi tocador

1987 fue un año de grandes cambios en mi vida. Me gradué con honores, me aceptaron (con beca y todo) en un programa doctoral, y pasaron muchas cosas estupendas y otras no tanto. Uno de los cambios es que descubrí que me irritaban los perfumes finos y comenzó una predilección en mi por perfumes más naturales y con aromas florales. Así descubrí la Island Gardenia de Jovan, la Lavanda de Yardley, Le Jadin y unos perfumes maravillosos que hacia Alyssa Ashley y que hoy están totalmente descontinuados.

La colección “Flores de Francia” traía en unos frascos tubulares esencias de flores frescas. Los frascos iban coronados por tapas plásticas en tonos pastel: azul lavanda para la lila; marfil para gardenia y rosa, por supuesto, para el de rosa. Además de esta asombrosa colección, también comencé a pedir por correo perfumes de catálogos de tiendas especializadas en aromas de flores como Woods of Windsor, Casswell&Massey y Crabtree y Evelyn.

Entonces estas firmas se hacían propaganda en catálogos en papel, hoy las pueden encontrar todas en línea. Únicamente que hoy las esencias están bastante caritas y ya han desaparecido algunas fragancias como la Damask Rose de Caswell-Massey. El catálogo de Crabtree y Evelyn ya no vende perfumes.

 
(Algunos se pueden todavía conseguir en Amazon).


Hubo momento en mi vida, a fines de los 80, en que creí que todos mis sueños se cumplirían, que iría a Oxford, sería una Rhodes Scholar, ganaría una beca Fullbright que me permitiría desplazarme por toda Europa, y me casaría con un hombre con un tremendo futuro (léase, lo iban a nombrar decano). Fue ahí que los aromas a florecita pasaron a perdida y los reemplacé con perfumes de marca y personalidad como el White Linen de Estee Lauder y el Liz Claiborne que venía en esas fantásticas botellas triangulares,  y que en mi piel adquiría olor a membrillo.
Identificación de maestra de Baruch College (1988) en mis días de Claiborne.

Malena Medioambientalista
Como ha ocurrido cada vez que siento que voy a alcanzar el brass ring como se dice en inglés (ósea cumplir mis sueños) descubrí que todo era una ilusión. Las monedas de oro se volvieron carbón y tras pasar una serie de tragedias algunas graves, otras jocosas arrivé como naufraga emocional a las costas de La Facultad de Bibliotecología.

The School of Library and Information Science de Queens College, es junto con mi secundaria Ezra Academy, el único sitio donde me he sentido realmente cómoda, en paz y útil. Solo que tal como en Ezra el precio era llevar una vida ortodoxa (ergo moderna), aquí se esperaba que una fuera una profesional demócrata, de mente amplia, políticamente correcta y abrazadora de causas. Así fue como Malena se volvió… ¡Medioambientalista! Si, si también pase por esa fase.
Bibliotecarias en su graduación (1993). Malena (medioambientalista) es la enana del medio.

Parte de mi reinvención, fue una remodelación de mi cuarto. Mi hermano me colocó repisas en las paredes por lo que mis libros ya no quitaron espacio. Adosando mi sofá cama a la ventana dejé una pared libre para mi escritorio y primer PC. Hubo toda una pared para libros, televisor y VCR, e incluso para una pila de cajoneras de bakelita con las que, ante el espejo, creé mi tocador.

Aun con todos estos muebles, todavía tenía espacio tras la puerta y cercano al closet. Ahí coloqué una gran cómoda de roble estilo colonial que me regaló Mi Ma. Hoy se la heredé a la Angelita. A pesar de que mi Ma le trizó la cubierta, en estos últimos años, plantándole encima enormes y pesados televisores, todavía tiene sus cajones intactos. Como era muy parecida la de mi hermana, me volvió a nacer el deseo de una colección de perfumes. Pero, oh, ¡qué pesar! Ya eso se me estaba prohibido.

En mi nueva faceta de medioambientalista rechazaba todo perfume con contenido sintético, todo lo que fuese toxico para la atmosfera (¡fuera aerosoles!) y por supuesto, toda marca que usaba animalitos como Conejillos de Indias.  Eso me llevó a una etapa fascinante, pero ardua, en la que preparé, mis propios perfumes y productos de belleza.

Por casi cinco años sostuve un estilo de vida que oscilaba entre los aspectos más benignos de la ideología Blut und Boden y la religión Wiccana en la cual mi alimentación, mi salud y mi arreglo personal estaban en manos de preparados hechos por mi propia mano con un énfasis en lo fresco y natural. Mi cocina fue un éxito, y tuve buenos logros con la homeopatía y herbolaria en las que todavía confío.

Los productos de belleza me dieron resultados mixtos. Las cremas me quedaban muy bien, hice un tonificador de piel con base de brandy que funcionó de maravillas, pero para no usar desodorantes en espray, me fabriqué uno con polvo de arroz y canela molida que no solo no ahuyentó el sudor, sino que dejó mi ropa con manchones color ca….nela.

Mi experiencia como perfumista fue fascinante, pero muy pesada y con malos resultados. Conseguí hacer un agua de rosas pasable, pero nunca pude destilar aceite esencial ni de rosa ni de otra flor. Eso me llevó a la búsqueda de aceites esenciales en diversas tiendas. Hoy se pueden encontrar en cualquier lado, pero a comienzos de Los Noventa, no eran fáciles de conseguir.

Así caí en una tiendita llamada algo así como “La Guarida del Gato” en Austin Street, a unos pasos de la tienda de artículos de arte “Minsk” (hoy ninguna de las dos existe). A pesar del nombre, era una tienda muy soleada con dependientes simpáticos y toda clase de artículos esotéricos, incluyendo una amplia gama de aceites esenciales. Alerta, los aceites esenciales pueden ser útiles en magia, aromaterapia o para perfumar el medioambiente, pero no todos se llevan bien con nuestra epidermis. Así lo descubrí tras muchos esfuerzos trial and error y mucha comezón.

La solución apareció de manera mágica como todo en aquel entonces. Su nombre era/es The Body Shop. Para 1993, cuando yo estaba empleada en la Biblioteca Hevesi, el área de Queens Boulevard y Austin Street en Forest Hills se convirtió en mi reino. Fue entonces que a la vuelta del teatro Midway, en toda la esquina de Austin Street se instaló The Body Shop, un paraíso para la consumista medioambientalista.

Entremedio de todos sus productos ecológicos, The Body Shop traía una colección de aceites esenciales para perfumes. Así me encontré con el aceite esencial de vainilla que todavía expende y que se convirtió en mi perfume favorito (de hecho, mi hermano me lo siguió mandando a Chile hasta el 2000).

Además, The Body Shop también vendía perfumes propios y como la vainilla se había convertido en mi sello personal, me compré esta maravilla que todavía uso. Hoy, justo cuando estoy viviendo en Forest Hills, ya no está esa tienda, pero tengo mi tarjeta y cuando puedo voy al Mall de Roosevelt Field a comprar allá.

Aunque no podía tener colección de perfumes, mi gran cómoda sirvió para guardar mis implementos de fabricación de cosméticos y medicinas, mis ollitas esmaltadas (nunca se debe usar nada de aluminio en estas preparaciones), mis cucharas de madera y estas cestitas de mimbre donde guardaba mis frasquitos de hierbas y flores secas.

Perfumeria Chilensis
Cuando volvimos a Chile, mi mamá se quedó con la cómoda, yo me quedé con los cestitos. Mi cuarto en la casa de Agua Santa parecía grande pero una pared estaba cubierta de ventanas, otra con closets, cuando se abrían sus puertas se quedaban con la mitad de la poca pared que había. Nuevamente privilegié espacio para libros y computadora. El espejo lo colgué tras la puerta del closet y para peinarme y pintarme tenía que usar el baño.

La humedad de esa casa convirtió mi colección de hierbas y flores secas en bolas de moho. Aunque mi cuñada me envió un frasquito de aceite de gardenia, mis esfuerzos por crear perfumes fracasaban en ese clima. Se me ocurrió probar uno en Maurito. Además de escocerlo, mí Ma (nunca fue muy correcta políticamente) se enfureció gritando” ¡Ahora el gato huele a mari…!)

Bajo esas condiciones no tuve más remedio que ver que ofrecía Chile en términos de perfumes. Como la perfumería autóctona no pasa de la Colonia Coral y otras aguas perfumadas, había que hincarle el diente a lo que pasaba por marcas reconocidas mundialmente. Las versiones chilensis no me dejaron satisfecha.

Por cortesía, le compré a una prima política un Anais Anais que debe haber sido más falso que los diarios de Hitler porque me enronché entera y olía a vinagre más encima. Con mi primer sueldo, el 97, me compré mi primer Givenchy, Fleur d’Interdit que más olía champaña que a perfume.

Tras eso decidí no gastar más en malos perfumes de renombre y probar algo que yo supiera era el verdadero y original. En 1998, ante el shock de mis compañeros de trabajo en la Universidad Católica, anuncié que no usaría joyas de verdad para la calle porque asaltaban hasta en la micro y que mis perfumes los comprarían en L’Bel, una compañía peruana.

L’Bel ofrecía a buen precio perfumes muy agradables (sigue existiendo y me imagino que en America latina se pueden comprar en línea). De todas las esencias recomiendo el delicioso Liassons que, aunque contiene lirio del valle, iris y heliotropo, en mi piel pasaba a oler a violetas.

El siglo XXI me encontró sepultada en una zona medio rural (vivía entre una calle pavimentada y otra de tierra) en la frontera entre Villa Alemana y Peñablanca. Ahí viví un poco más de un año, creyéndome pobre y desvalida. No es cierto, al menos tenía mil dólares en el banco y un empleo en que me pagaban once dólares por artículo, solo que era un artículo semanal. Digamos que ese año, los perfumes fueron lo último en mi cabeza.

Como siempre, mi suerte volteó de improviso. Me hallé viviendo en una casa donde por primera vez teníamos Mauro y yo un espacio privado para ambos. Agreguémosle el empleo mejor remunerado que he tenido en mi vida y comencé a soñar que mi cuarentena seria fantástica. El ganar un millón de pesos mensuales también me hizo voltear la nariz nuevamente al mundo de los perfumes. Con Janet Astete nos fuimos entonces a los mesones perfumeros de Ripley, Falabella y Almacenes Paris. Pronto la mesita que me servía de tocador se llenó de Givenchys, Boucherons y Bulgaris.

Perdiendo el Olfato
Para el 2004, después de tres años de bonanza económica, consideré que era hora de vivir sola e independiente. Mauro y yo nos trasladamos a un departamento en Recreo. Lo que no consideramos nunca es que iba enfermarme lo que destruiría todo sueño de independencia. No voy a entrar en grandes detalles de lo que muchos de ustedes ya saben. Lo que creí una rinitis aguda acabó en un diagnóstico de desgarro en la meninge por la cual se colaba el líquido raquídeo.

Por razones económicas y personales, me negué a operarme, eso me convirtió en una persona semi invalida, una fuente surtidora de líquido cefalorraquídeo que manchaba el piso mojaba mi ropa hasta el punto de que mínimo debía mudarme dos veces al día. Yo me sentía freak total y comencé a llevar una vida de ermitaña, me daba vergüenza salir a la calle. Además, se presentaron otros síntomas como dolores de hueso, vómitos, tos crónica y se me adelantó la menopausia.

Para colmo, tras tres años de sufrir esto, comencé a perder el olfato debido a que el líquido me quemaba las fosas nasales. En ese estado me encontró Janet Astete cuando vino a visitarme desde Suecia en el 2007. Me trajo un frasco de Stella de Stella McCartney. Un mes y medio más tarde la fuente se secó y yo recuperé mi olfato, a tiempo para oler esta maravilla, como todo lo que lleva el sello de la hija de Sir Paul.

Aunque nunca más fui una mujer sana, y tampoco recuperé lo que perdí en tres años de mi vida, las cosas mejoraron. Al punto que en el 2008 tomé un segundo empleo, por un año. La combinación de dos sueldos me permitió ahorrar un poquito, hacerme un arreglo completo de dentadura en Capredena, y retomar la ilusión de coleccionar perfumees. Esta vez decidí solo probar perfumes clásicos fabricados antes de los 80. La búsqueda fue frustrante, aun en perfumerías especializadas.

Mi primer hallazgo fue el Arpege de Lanvin. A pesar de su hermoso estuche lila, el perfume era vomitivo, mitad sulfuro, mitad azufre. Muy lejano al aroma del pomito negro con cúpula dorada de la colección de mi madre. Obviamente, nadie se había molestado en informarme de la existencia de las reformulas.

Me di por vencida con lo que podía encontrarse en Chile, a pesar de que tuve un reencuentro con Tabú en la Farmacia Ahumada que me ha tenido usando el perfume prohibido hasta hoy. Gracias a mi hermano comencé a encontrar clásicos en Amazon.com. Algunos estupendos como el Emeraude de Coty que ahora en mi tercera edad resultaba ser más aromático, otros como Pavolva que no me gustó tanto y se lo regale a la Angelita. Finalmente conocí un perfume antiquísimo la Violetta di Parma de Borsari que llegó acompañada de un atomizador de esos antiguos con un pequeño fuelle. Otra cosa que perdí al venir.

Fueron estos últimos perfumes los que me acompañaron cuando regresé a casa de mis padres, en otro revés de fortuna. Entre el 2013 y el 2016, no hubo tiempo ni dinero para armarme de colecciones. En las pocas ocasiones en que gane algún dinero solo me alcanzaba para colonias Coral o loción Adidas. En una ocasión, en el 2014 mi mamá compro Obsession de Calvin Klein. No le gustó y me lo regaló. Fue el único perfume de marca que adquirí en esos años. Cuando llegó el momento de empacar mi magro equipaje para retornar al Imperio, metí solo mi restito de Emeraude y una botellita de Tabú. Con eso llegué a Nueva York, pero mi falta de provisiones iba a durar muy poco.

El Embrujo del Consumismo
Acabo de celebrar mi tercer aniversario en Nueva York. Llegué el 27 de diciembre del 2016. Dos semanas más tarde, mi hermana ya estaba llevándome al mall de Elmhurst a conocer The Bath and Body Works. Ahí adquirí un frasco de crema de peras y frambuesa para el cuerpo y un botellón de colonia con aroma granada y limón. Pero eso no pasaba de ser un splash para después de la ducha.

Al mes de estar en New York había caído bajo el embrujo del consumismo. Mi hermano a cada rato hacia pedidos a Amazon. Ahora podían enviarme perfumes a la casa y descubrí el maravilloso arte de los atomizadores en miniatura. Así pude apreciar caros aromas como el Diorissimo que la Gatita Maricarmen me envió de Miami y el Quelques Fleurs de Houbigant que me regaló mi hermano y que me permitió reabrir este blog.

Para el verano del año pasado, cuando Latinas de Ayer se convirtió en pasarela de mis aventuras como somerlier de perfumes, yo ya tenía mi colección. Mi sueño se había hecho realidad. Entre Amazon.com, Fragrance. Com y el local que esta última firma tenía/tiene en Roosevelt Fiel Mall me había aprovisionado. Ahí yo había descubierto que White Shoulders ya no era un perfume que usó mi abuela sino una repulsiva reformula. Sufrí desilusiones como con Wild Orchid de Elizabeth Taylor y maravillosas sorpresas como con Champs Elysees, mi primer Guerlain, que mi hermana Vicky me obsequió para mi cumpleaños número 58.

Como lo que menos había en el departamento de soltero de mi hermano era espacio para tocador, el me regaló esta maletita para ir guardando mis tesoros. Cuando se me acabó el espacio, comencé a almacenar frasquitos pequeños en cajas vacías de pañuelos desechables. No se necesita ser Greta Thurnberg para saber reciclar.


En este año, yo y mis “perjumenes” nos hemos trasladado a Forest Hills a un departamento más amplio. Aquí se ha cumplido uno de mis sueños, tener una cómoda grande y dedicar un cajón para mi colección. En este momento el cajón está ocupado por aromas de primavera y verano. Los que uso en invierno están más a mano y ocupan un estante de uno de mis libreros.
Perfumes de primavera
Perfumes de invierno.

Mi colección es dinámica, no solo estoy adquiriendo nuevo material permanentemente. También los perfumes que no uso, o que tras comprar descubro no son para mí, van pasando a manos de mis amigas. Es una manera de legar en vida, unos tesoros que no esperé llegar a poseer.

Esa es mi historia “perfumera”. ¿Cuáles han sido las fragancias que han marcado su vida? ¿Han probado a coleccionar perfumes?  ¿O a fabricarlos?