No puedo terminar
el capítulo del te/once sin referirme a los salones de té. Aunque ya no se
llaman así, toda fuente de soda que se respete, y muchos hoteles, ofrecen servicio de once completo. También restaurantes
y cafeterías incluyen ese servicio que para la mayoría de los chilenos
reemplaza una cena. Pero lo que hoy los ha reemplazado, en Chile y aquí en USA, son “teterías”.
Triste, porque los grandes hoteles de Paris y muchos establecimientos posh
neoyorquinos siguen ofreciendo una especie de 5 O’ Clock Tea.
Recuerdos del
Mirabel y de Samoiedo
Para el siglo XX,
no solo se había implantado en las ciudades grandes chilenas la costumbre del té
a las cinco o seis de la tarde, sino que también habían aparecido los salones
de té donde las damas se reunían a charlar con sus amigas. Mi padre me contó de
sitios celebres de la vieja Viña del Mar como La Virreina y el Chalet Suisse.
Ya para Los Treinta apareció el legendario Mirabel que yo llegué a conocer. De hecho,
ahí celebré mi onceavo cumpleaños.
Hoy, los jóvenes
quieren ser eternamente jóvenes, casi niños. En mi época, las chicas como yo y mis
amigas, soñábamos con ser mujeres sofisticadas,
ponernos zapatos de taco alto, usar vestidos de fiestas, joyas de verdad y
pintarnos como puerta. No sé si la famosa Fiesta del Vestido Largo tuvo algo
que ver, el hecho es que para 1970, yo, Paty
y La Gina queríamos ser adultas y se tratadas como tal.
Antes de que
llegase mi cumpleaños, le expuse mi idea
a mi madre. En vez de gastarse una fortuna en comida y entretenimiento para una
parva de gente que no eran amigos míos y que incluso me hacían bullyng,
mejor me daba el dinero para que yo y mis mejores amigas, La Paty y La Gina, nos fuésemos a tomar té como “Señoras Pitukas”
en el Mirabel.
A ella le pareció
bien. El 21 de septiembre, con mi cartera llena de escudos y después de haber “tomado
prestadas”, sin conocimiento de la dueña, una bufanda y una boina de crochet verde de la
Ruth, la hermana mayor de la Paty, (me hacía
parecer como las niñas de la sección de modas de Ritmo) partimos al
Mirabel. El servicio estuvo exquisito. Recuerdo que todo era servido en
cuadraditos desde los sándwiches calientes (ave con palta y queso fundido)
hasta los pasteles (bizcochitos, masitas, pastas) que eran como Petite Fours
gigantes.
Aunque tratamos
de portarnos muy mundanas—hasta encendimos cigarrillos— a ratos se nos salía lo
mocosas que éramos. Como cuando ninguna se atrevía a servir el contenido de la
cafetera de metal (no era té sino chocolate caliente). El camarero muy fino,
nos sirvió el chocolate y en ningún momento fue condescendiente o burlesco con
nuestros esfuerzos por parecer “niñas grandes”.
Tan buena fue la
experiencia que comencé a pedir prestado el comedor de mi casa para recibir a
mis amigas a “la hora del té”. Del Mirabel me ha quedado hasta hoy el mejor
recuerdo, como el que el helado lo
sirviesen en tacitas de plata con cucharitas planas.
Lo quise mucho a
pesar de que mis padres no lo aprobaban. “Es para viejos” decía mi madre que
prefería el Samoiedo. Esta cafetería icónica de Viña haría excelentes
sándwiches de ave-palta y el mejor jugo de piña de la ciudad, pero nosotros le
teníamos recelo porque lo asociábamos con una experiencia bochornosa para mi
hermano.
Recientemente, JC
me ha confesado lo que sospeché por mucho tiempo, que de niño estaba enamorado
de “La Mona”, mi profesora de ballet. En 1969, La Mona ofreció llevarme al cine
y en un gesto de amabilidad extendió la invitación a mi hermano de siete años.
JC estaba encantado, más cuando mi madre le dio unos billetes y le susurró “después
de la película, lleva a las niñas a tomar té al Samoiedo. Tú invitas”.
Fuimos al Rialto
a ver La Pareja Dispareja con Jack Lemmon y Walther Matthau, pero
ocurrió un percance. Solo quedaban dos butacas. Obvio las damas primero, pero a
La Mona se le ocurrió que JC, que en ese
entonces no era muy alto, se sentara en
su falda. Tuvo que aceptar, pero se moría de vergüenza y creo que ni se fijó en
la película. Hubo invitación a tomar te, algo que agradeció La Mona
efusivamente, pero la incomodidad de mi hermano se me contagió y desde entonces
le tomé fastidio al Samoiedo. Curiosamente no al Rialto donde seguimos viendo
algunos de los mejores filmes de ese entonces.
Auge y
Decadencia del Riquet
Otro de los
salones de te favoritos de mi infancia era el célebre Café Riquet en Valparaíso.
Lo conocí una tarde de agosto de 1969 que fue una tarde de “primeras veces”.
Era la primera vez que yo (semanas antes de cumplir los 10 años) me ponía
pantimedias, y mi madre nos llevó al GAP
a comprarme mi primer par de blue jeans. Esa noche, me regaló un librero, amigo
de mi padre El Diario de Ana Frank, lectura imprescindible en esta etapa
de preadolescente que me enteró que los judíos no eran un pueblo antiguo
desaparecido en el tiempo como asirios y fenicios.
Tras las compras,
mi madre nos llevó al Riquet en la plaza
Aníbal Pinto donde ya nos esperaba mi padre.
Fundado en 1931 por el inmigrante alemán Guillermo Spratz, el edificio
databa de 1860. A partir de Los 50, se convirtió en uno de los sitios más
concurridos del puerto. Ahí se reunían la bohemia de Valparaíso, junto a las
familias tradicionales del Cerro Alegre para tomar el té y comer la pastelería
fina del lugar.
Vista panorámica del interior del Riquet (cortesía de la Dra. Jeannette Kravetz Stoletzka)
Yo no entendía
mucho de lo que significaba que “un lugar tenga ambiente”” pero lo sentí dentro
del café. Por fuera no impresionaba, pero adentro se sentía cálido y elegante
con cuadros en las paredes y esos butacones forrados en cuero. Otra primera vez, esa tarde/noche probé la Torta
Selva Negra, la más sabrosa que he probado en mi vida. Mi madre se olvidó de la
diabetes y pidió (y me dio a probar) muestras de la pastelería artesanal que le
daban fama al Riquet como la torta de castañas y ese kuchen de quesillo que
hacen los alemanes.
Cuando mis padres
se separaron a fines del 70 y mi padre se fue a trabajar a Rancagua, viajaba a
Viña una vez al mes a vernos. En esos fines de semana, los sábados eran un día
en el Puerto. Almorzábamos en el Pekín, íbamos al cine, y acabábamos en el Riquet. Tiempo después mi
padre emigró a USA y nosotros lo seguimos en 1974. Pasaron veinte años en los
que el Riquet solo fue un recuerdo.
NOTA: La Dra. Kravetz tambien ha recordado el Café Vienes que operó en la Calle Esmeralda entre 1933 y 1978 y la Cafetería y Pastelería Ramis Cler que estaba entre Condell y Pudeto en el Puerto.
Decadencia y
Fin de los Salones de Te
Fue a comienzos
del Tercer Milenio, en que yo me convertí por primera vez en alguien
económicamente independiente que pregunté “¿Y el Riquet?”. “Ahí está” me
dijeron”. Así que en esas tardes de sábado que dedicábamos a explorar sitios
históricos del Puerto que fuimos mi padre y yo, y algunos amigos a tomar él te
al viejo Riquet. ¡Qué desilusión! Se había convertido en una fuente de soda de
barrio, las sillas eran de madera sin forro de cuero, la Selva Negra sabia a
comprada en el Jumbo. Le hice la cruz al local hasta que estando de visita en Chile
en el verano del 2004, mi hermano me invitó al Riquet “for old times sake”.
Fue una
experiencia surrealista. El sitio estaba vacío (y eran las 5pm) y las sillas
desordenadas como si hubiese habido una estampida de comensales. El camarero
andaba desorientado, ni nos trajo mermelada para nuestras tostadas, y no
parecía querer servirnos. Para colmo, se coló de la calle un dizque poeta que
insistía en vendernos su obra—un panfletito mecanografiado— y recitarla
más encima.
MI hermano, con generosidad
de turista, le compró un panfleto. Mi padre lo ignoró olímpicamente. Esto
indignó al poeta que persistía en vomitar su obra sobre la cabeza paterna. Mi
Pa, el ser más porfiado del mundo (bueno
el segundo, su hijo lo, es más) insistía en mantener su rostro vuelto hacia la
calle. Salimos muertos de risa del local, pero también tristes por su
decadencia.
Hoy el Riquet ya
no existe, instalaron una farmacia Salcobrand donde una vez estuvo el
concurrido café. No existe el Mirabel y ya el 2011, Samoiedo cerraba sus históricas puertas.
Todavía se puede tomar once (el término “té” casi no se usa) en fuentes de soda
como el Vitamin Service en Valparaíso. Algunos hoteles como el Ankara de Viña
también la ofrecen.
Hubo una época en
que se podía tomar te en el Hotel O’Higgins y recuerdo haber ido a un desfile
de modelos en el Casino de Viña, auspiciado por la boutique de mi madre en 1970
donde a los asistentes nos sirvieron té con pastelitos. El Enjoy del Casino
seguía ofreciéndolo hace quince años. Yo, el 2004 llevé a mi hermano a este último
para quitarle el mal sabor de boca que nos había dejado el Riquet. Recuerdo que
nos sirvieron pizza dulce , con bananas y canela, el tipo de pizza que ahora
hace Papa John’s.
Cuando llegué a
Chile en el ’96 había cuatro sitios respetables donde tomar once en Viña. Uno
era el Chez Gerald en la Avenida Perú que, desde Los Años Cincuenta, ofrecía un delicioso servicio de té. Checando
su página, parece que ya no lo hace.
Me llevaron el
primer invierno al Alster en la Calle Valparaíso. Me dijeron “es el nuevo
Mirabel” ¡Minga! Pretencioso y con mala pastelería, unos años más tarde ya
andaba de capa caída y con aspecto de tener ratones. El Alster se defiende hoy
con el título de restaurante.
Una amiga me
llevó en mi primer verano al Big Ben que creo ha sido en este siglo el sitio más
agradable para tomar una once a la antigua. Queda en el segundo piso de la Galería
Cristal entre la Calle Valparaíso y la Calle Arlegui. Es muy cómodo tiene unos
booth simpáticos redondos y forrados en cuero.
También es
restaurante, pero una vez me comí un crudo insípido ahí así que le hice la cruz
en lo que respecta a comida seria. Cuando vivíamos en Agua Santa (1996-1999) mi
padre solía bajar al Plano y pasaba al Big Ben a tomarse un café helado. Las
camareras ya lo conocían y siempre le traían un clavel para el ojal.
La última vez que
estuve fue el 2008 y el servicio de té seguía siendo impecable. Té, café o
chocolate, tostadas, queso, jamón, mermelada y dos panqueques rellenos con
manjar o un pedazo de torta. Es lo más parecido a una once hogareña.
El otro sitio que
en este siglo es favorecido por los viñamarinos para una once fuera de casa es
el Anayak en la Calle Quinta. He estado ahí para tomar desayuno, once y hasta
he almorzado. El nivel de comida y servicio es entre bueno y regular. La once y
el desayuno pueden ser lo mismo. Uno se la arma con alguna pasta de la casa
(tiene su propia pastelería) un sándwich elaborado y brebaje caliente, o jugo.
Muy lejos de un servicio de té de mi época con teteras de metal imitando plata y
con pequeños sándwiches y pastelillos hechos especialmente para ese horario.
Emparedados
Chilenos
Hablando de
sándwiches, es momento de conversar sobre los emparedado típicos chilenos que más
se consumen fuera de casa que en una once hogareña. Los principales son por
supuesto el Barros Luco y el Barros Jarpa. Nombrados por un presidente y un ministro de comienzos del siglo XX son una variación del grilled cheese sándwich. El Barros Luco
es una combinación de queso fundido y churrasco. Barros Jarpa contiene una
lonja de jamón de York.
En 1970, mi padre fue nombrado Director Interino de la
Empresa Portuaria de Chile. Se esperaba que este cargo se volviese permanente
una vez que la Democracia Cristiana ganase las elecciones presidenciales de
septiembre de 1970. Como saben, el resultado de las elecciones no fue el
previsto y mi padre debió dimitir de su puesto en noviembre de ese año. Lo
importante para este artículo es que por casi un año el gozó del privilegio de
un auto con membrete oficial y de un chofer (Julio) con el que nos llevaba a la
escuela y de paseo los fines de semana.
Fue en esos
paseos sabatinos que conocimos diferentes sitios de la región donde tomar once
y diferentes comidas. Mi primer Barros Luco—y el mejor que he
probado en mi vida— lo comí en las Termas del Corazón en Los Andes.
No recuerdo el nombre de la hostería, solo que tenía un cartel gigante que
decía “Atendido por sus propios dueños”. Realmente solo había un camarero, un
señor que corría, sudando la gota gorda,
entre las mesas tomando y llevando
pedidos. Nos dijo que era el dueño y que todo lo que comíamos lo hacia su
señora en la cocina. El lugar estaba repleto y se entiende porque la comida era
exquisita. El Barros Luco fue una mega sorpresa muy placentera, el queso estaba
perfectamente fundido y el churrasco muy bien frito, además el pan, amasado también por la dueña, era el acompañamiento perfecto.
Como si fuera
poco, el sándwich venia acompañado de un kuchen de frutilla delicioso con
fresas frescas y una masa como afiligranada que, hoy sé, se llama “frangipani”. Nunca más volvimos a ese
sitio, pero medio siglo después todavía recuerdo los sabores.
Mi segunda
experiencia con un Barros Luco no fue tan simpática. A la semana siguiente, el
auto oficial nos llevó a Zapallar donde tomamos once en un café frente al mar.
Tenían un gato al que le hice cariño. Yo pedí un Barros Luco, pero, aunque
estaba en el menú, me dijeron que se les había acabado la carne. Llevábamos ya
la mitad de la once consumida cuando el camarero llegó de la cocina con un
sándwich. “Su Barros Luco” anunció poniéndolo enfrente mío.
Aparte de la
sorpresa de la súbita aparición del emparedado, encontré que no se parecía al
de los Termas del Corazón. El queso no estaba fundido y la carne era blancuzca
y como deshilachada. Julio, que era
cazador, la observó y comentó “parece conejo”. Mi padre siempre tan dado a las
pachotadas soltó un “¿qué conejo? Eso es gato, ”miró a su alrededor. “¿No ven que desapareció el minino?” Es un milagro
que yo no haya vomitado ahí mismo.
Mí encuentro con
el Barros Jarpa fue igualmente estrambótico. A fines de invierno, a mi padre se
le ocurrió que pasáramos el día en Santiago . Fuimos al Cerro San Cristóbal, al
zoológico, parada obligatoria de nosotros cada vez que viajábamos a la capital.
Estando allá decidimos tomar té en lo que me imagino en ese entonces era el
único establecimiento en servir once en ese famoso cerro.
No era nuestra
primera vez en esa cafetería. Conservo una foto del verano de 1966. En un costado,
la tía Malena, amiga de mi madre. Su hijo Kike sostiene a mi hermano, yo
(pelona) abrazó a mi madre y la rubia del otro costado es mi Nana Yolita.
La once de agosto
del 70 no fue tan apacible como la de la foto. No sé si comimos o bebimos algo
en el zoológico que nos inspiró una súbita e incontrolable risa. Lo extraño es
que el ataque de hilaridad—que nos acompañó durante toda la once— fuese
compartido por ambos de manera tan inexplicable como sorpresiva. Mi hermano dice
que a él lo hizo reír ver a un niño vomitando entre los arbustos. A mí me
empezó el ataque cuando noté que mi taza de café con leche olía a perro mojado.
Ninguno de esos factores era muy cómico. Mi padre se dio cuenta que no lo
hacíamos a propósito y trataba de calmarnos con un ‘Niños, no sean tan simples” lo que nos provocaba más
risa aún.
La hora del té tuvo que ser interrumpida tal como mi primera ingestión del Barros Jarpa que no me impresionó mucho. Al ver que nuestra risa no amainaba, mi padre nos llevó de regreso a Viña. Mi hermano se negó a abandonar su bocadillo y se lo llevó con él. Ya en el trayecto se nos pasó la risa y nos embargó la vergüenza por lo que llegados a casa nos escabullimos casi sin despedirnos.
En la prisa a mi
hermano se le quedó el Barros Jarpa en el auto. “No pude despegarlo del asiento”
fue su excusa. Ahí que el que sufrió más fue el pobre Julio que tuvo que despegar
el sándwich del auto y calarse nuestras carcajadas. Hoy recuerdo ese momento
con vergüenza, porque más tarde mi padre nos contó que le pidió disculpas a su
chofer en nuestro nombre porque Julio creyó que nos reíamos de él.
Ese fue todo mi
recuerdo del sándwich y cuando volví a Chile no me apuré en ordenarlo en las
fuentes de soda. Creo que solo lo comí una vez, en el Anayak, y no me impresionó más que otros
sándwiches de miga, género al que
pertenece el Barros Jarpa.
Los sándwiches de
miga son los que acostumbran a acompañar las onces de establecimiento
comerciales. Se llaman así porque son hechos en pan de molde al que le han
cortado las cortezas dejándole solo la miga. Aunque hay diversos rellenos, los más
famosos son ave-palta y ave-pimentón. Ese relleno consiste en moler la pechuga
de pollo hasta hacerla pasta con ayuda de mayonesa y agregándole algún vegetal
como el pure de palta o pimiento rojo molido. Y con esto cerramos el capítulo
del tipo de emparedado que se puede pedir en una cafetería o salón de té para
acompañar una taza de té de la tarde en Chile.
Revisando los menús
de restaurantes de Viña y el Puerto no veo servicios de once. ¿Ya no los
ofrecen? ¿Uno se las tiene que armar? ¿Han
sido reemplazadas por los muchos sitios que hoy tienen Happy Hour y servicios
de tapas?
Lo que veo en Viña y Santiagoson muchas “teterias”(hasta el nombre suena feo) que también existen aquí. Son
un tipo de establecimiento donde se pueden probar tés de diversos colores y
quizás algún pastelillo, pero no son como los verdaderos salones de té de mi
tiempo o las confiterías de Buenos Aires con su oferta de “té con masitas”.
Una ironía que
países que no tengan hora del té o merienda si tengan ese servicio como en los
hoteles finos de Paris que imitan los legendarios Five O’Clock Teas
londinenses.
En mi época también
hubo salones de té en Nueva York. Ya no existe el Helmsey Palace donde una vez
divisé a sir Anthony Hopkins; o la
tienda Barneys donde, camino a tomar té,
alcance a ver a Jeremy Irons que por un
tiempo fue la cara del local, o Lord&Taylor donde uno se armaba un té con
una bandeja de canapés de salmón, berros y huevo molido, un excelente pastel de
zanahoria y un servicio de té a la antigua con teteras de metal. Una vez, una camarera
nueva me dejó caer la tetera hirviendo en el regazo. Por suerte era diciembre y
yo llevaba vestido y medias de lana que protegieron mis partes más delicadas.
Donde todavía
sirven un cream tea es en el Museo Metropolitano. Recuerdo que la última
vez que estuve fue en 1995 con la gatita Ellen y que los scones eran exquisitos
al igual que la clotted cream que da el nombre a esta especialidad de
Devonshire . Me cuentan que en el Russian Tea Room provee de un refinado
servicio de té. No lo voy a comprobar. Desde que, en 1989, El Trompo me hizo expulsar
del lugar, que no pongo pie ahí.
¿Han estado
alguna vez en un salón de té a la antigua? ¿Dónde? ¿Cuándo? ¿Los hay en su ciudad?
NOTA: me acabo de enterar que en España se estan poniendo de moda los Tea Room, pero que las "teterías"son exclusivamente para servir té como en Marruecos. En cambio en Chile, las teterias son mas de degustar infusiones del Lejano Oriente.
Después de muchos intentos de convertir el texto del mensaje de Whatsup de la Dra. Kravetz de JPG a DOCX, me di por vencida. Solo lo tengo en fotos, asi que voy a hacer algo poco convencional y lo postearé como parte del texto de mi nota. Así no se perderán esos recuerdos de la Era de los Tea Room porteños.
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