jueves, 1 de diciembre de 2022

Confiterías de Antaño: ¿Quedan Salones de Té en America Latina?

 


No puedo terminar el capítulo del te/once sin referirme a los salones de té. Aunque ya no se llaman así, toda fuente de soda que se respete,  y muchos hoteles,  ofrecen servicio de once completo. También restaurantes y cafeterías incluyen ese servicio que para la mayoría de los chilenos reemplaza una cena. Pero lo que hoy los ha reemplazado,  en Chile y aquí en USA, son “teterías”. Triste, porque los grandes hoteles de Paris y muchos establecimientos posh neoyorquinos siguen ofreciendo una especie de 5 O’ Clock Tea.

Recuerdos del Mirabel y de Samoiedo

Para el siglo XX, no solo se había implantado en las ciudades grandes chilenas la costumbre del té a las cinco o seis de la tarde, sino que también habían aparecido los salones de té donde las damas se reunían a charlar con sus amigas. Mi padre me contó de sitios celebres de la vieja Viña del Mar como La Virreina y el Chalet Suisse. Ya para Los Treinta apareció el legendario Mirabel que yo llegué a conocer. De hecho, ahí celebré mi onceavo cumpleaños.



Hoy, los jóvenes quieren ser eternamente jóvenes, casi niños. En mi época, las chicas como yo y mis amigas,  soñábamos con ser mujeres sofisticadas, ponernos zapatos de taco alto, usar vestidos de fiestas, joyas de verdad y pintarnos como puerta. No sé si la famosa Fiesta del Vestido Largo tuvo algo que ver,  el hecho es que para 1970, yo, Paty y La Gina queríamos ser adultas y se tratadas como tal.

Antes de que llegase mi cumpleaños,  le expuse mi idea a mi madre. En vez de gastarse una fortuna en comida y entretenimiento para una parva de gente que no eran amigos míos y que incluso me hacían bullyng, mejor me daba el dinero para que yo y mis mejores amigas,  La Paty y La Gina,  nos fuésemos a tomar té como “Señoras Pitukas” en el Mirabel.

                                     La única foto que conservo de la Paty. En mi terraza en mi séptimo cumpleaños

A ella le pareció bien. El 21 de septiembre, con mi cartera llena de escudos y después de haber “tomado prestadas”, sin conocimiento de la dueña,  una bufanda y una boina de crochet verde de la Ruth, la hermana mayor de la Paty,  (me hacía parecer como las niñas de la sección de modas de Ritmo) partimos al Mirabel. El servicio estuvo exquisito. Recuerdo que todo era servido en cuadraditos desde los sándwiches calientes (ave con palta y queso fundido) hasta los pasteles (bizcochitos, masitas, pastas) que eran como Petite Fours gigantes.

Aunque tratamos de portarnos muy mundanashasta encendimos cigarrillos a ratos se nos salía lo mocosas que éramos. Como cuando ninguna se atrevía a servir el contenido de la cafetera de metal (no era té sino chocolate caliente). El camarero muy fino, nos sirvió el chocolate y en ningún momento fue condescendiente o burlesco con nuestros esfuerzos por parecer “niñas grandes”.

Tan buena fue la experiencia que comencé a pedir prestado el comedor de mi casa para recibir a mis amigas a  “la hora del té”.  Del Mirabel me ha quedado hasta hoy el mejor recuerdo,  como el que el helado lo sirviesen en tacitas de plata con cucharitas planas.

Lo quise mucho a pesar de que mis padres no lo aprobaban. “Es para viejos” decía mi madre que prefería el Samoiedo. Esta cafetería icónica de Viña haría excelentes sándwiches de ave-palta y el mejor jugo de piña de la ciudad, pero nosotros le teníamos recelo porque lo asociábamos con una experiencia bochornosa para mi hermano.

                                             Samoiedo mesas al fresco en Los 50

Recientemente, JC me ha confesado lo que sospeché por mucho tiempo, que de niño estaba enamorado de “La Mona”, mi profesora de ballet. En 1969, La Mona ofreció llevarme al cine y en un gesto de amabilidad extendió la invitación a mi hermano de siete años. JC estaba encantado, más cuando mi madre le dio unos billetes y le susurró “después de la película, lleva a las niñas a tomar té al Samoiedo. Tú invitas”.

Fuimos al Rialto a ver La Pareja Dispareja con Jack Lemmon y Walther Matthau, pero ocurrió un percance. Solo quedaban dos butacas. Obvio las damas primero, pero a La Mona se le ocurrió que JC,  que en ese entonces no era muy alto,  se sentara en su falda. Tuvo que aceptar, pero se moría de vergüenza y creo que ni se fijó en la película. Hubo invitación a tomar te, algo que agradeció La Mona efusivamente, pero la incomodidad de mi hermano se me contagió y desde entonces le tomé fastidio al Samoiedo. Curiosamente no al Rialto donde seguimos viendo algunos de los mejores filmes de ese entonces.

                                            Cine Rialto con sus famosas arcadas

Auge y Decadencia del Riquet

Otro de los salones de te favoritos de mi infancia era el célebre Café Riquet en Valparaíso. Lo conocí una tarde de agosto de 1969 que fue una tarde de “primeras veces”. Era la primera vez que yo (semanas antes de cumplir los 10 años) me ponía pantimedias,  y mi madre nos llevó al GAP a comprarme mi primer par de blue jeans. Esa noche, me regaló un librero, amigo de mi padre El Diario de Ana Frank, lectura imprescindible en esta etapa de preadolescente que me enteró que los judíos no eran un pueblo antiguo desaparecido en el tiempo como asirios y fenicios.

Tras las compras,  mi madre nos llevó al Riquet en la plaza Aníbal Pinto donde ya nos esperaba mi padre.  Fundado en 1931 por el inmigrante alemán Guillermo Spratz, el edificio databa de 1860.  A partir de Los 50,  se convirtió en uno de los sitios más concurridos del puerto. Ahí se reunían la bohemia de Valparaíso, junto a las familias tradicionales del Cerro Alegre para tomar el té y comer la pastelería fina del lugar.

                                           Interior del Riquet siglo XXI
                                            Vista panorámica del interior del Riquet (cortesía de la Dra. Jeannette Kravetz  Stoletzka)

Yo no entendía mucho de lo que significaba que “un lugar tenga ambiente”” pero lo sentí dentro del café. Por fuera no impresionaba, pero adentro se sentía cálido y elegante con cuadros en las paredes y esos butacones forrados en cuero.  Otra primera vez, esa tarde/noche probé la Torta Selva Negra, la más sabrosa que he probado en mi vida. Mi madre se olvidó de la diabetes y pidió (y me dio a probar) muestras de la pastelería artesanal que le daban fama al Riquet como la torta de castañas y ese kuchen de quesillo que hacen los alemanes.

Cuando mis padres se separaron a fines del 70 y mi padre se fue a trabajar a Rancagua, viajaba a Viña una vez al mes a vernos. En esos fines de semana, los sábados eran un día en el Puerto. Almorzábamos en el Pekín, íbamos al cine,  y acabábamos en el Riquet. Tiempo después mi padre emigró a USA y nosotros lo seguimos en 1974. Pasaron veinte años en los que el Riquet solo fue un recuerdo.

NOTA: La Dra. Kravetz tambien ha recordado el Café Vienes que operó en la Calle Esmeralda entre 1933 y 1978 y la Cafetería y Pastelería Ramis Cler que estaba entre Condell y Pudeto en el Puerto.



Decadencia y Fin de los Salones de Te

Fue a comienzos del Tercer Milenio, en que yo me convertí por primera vez en alguien económicamente independiente que pregunté “¿Y el Riquet?”. “Ahí está” me dijeron”. Así que en esas tardes de sábado que dedicábamos a explorar sitios históricos del Puerto que fuimos mi padre y yo, y algunos amigos a tomar él te al viejo Riquet. ¡Qué desilusión! Se había convertido en una fuente de soda de barrio, las sillas eran de madera sin forro de cuero, la Selva Negra sabia a comprada en el Jumbo. Le hice la cruz al local hasta que estando de visita en Chile en el verano del 2004, mi hermano me invitó al Riquet “for old times sake”.



Fue una experiencia surrealista. El sitio estaba vacío (y eran las 5pm) y las sillas desordenadas como si hubiese habido una estampida de comensales. El camarero andaba desorientado, ni nos trajo mermelada para nuestras tostadas, y no parecía querer servirnos. Para colmo, se coló de la calle un dizque poeta que insistía en vendernos su obraun panfletito mecanografiado y recitarla más encima.

 MI hermano,  con  generosidad de turista, le compró un panfleto. Mi padre lo ignoró olímpicamente. Esto indignó al poeta que persistía en vomitar su obra sobre la cabeza paterna. Mi Pa,  el ser más porfiado del mundo (bueno el segundo, su hijo lo, es más) insistía en mantener su rostro vuelto hacia la calle. Salimos muertos de risa del local, pero también tristes por su decadencia.

Hoy el Riquet ya no existe, instalaron una farmacia Salcobrand donde una vez estuvo el concurrido café. No existe el Mirabel y ya el 2011,  Samoiedo cerraba sus históricas puertas. Todavía se puede tomar once (el término “té” casi no se usa) en fuentes de soda como el Vitamin Service en Valparaíso. Algunos hoteles como el Ankara de Viña también la ofrecen.

                                           Restaurant del Ankara

Hubo una época en que se podía tomar te en el Hotel O’Higgins y recuerdo haber ido a un desfile de modelos en el Casino de Viña, auspiciado por la boutique de mi madre en 1970 donde a los asistentes nos sirvieron té con pastelitos. El Enjoy del Casino seguía ofreciéndolo hace quince años. Yo, el 2004 llevé a mi hermano a este último para quitarle el mal sabor de boca que nos había dejado el Riquet. Recuerdo que nos sirvieron pizza dulce , con bananas y canela, el tipo de pizza que ahora hace Papa John’s.

                                            Damas tomando té en el Casino en Los 40

Cuando llegué a Chile en el ’96 había cuatro sitios respetables donde tomar once en Viña. Uno era el Chez Gerald en la Avenida Perú que, desde Los Años Cincuenta,  ofrecía un delicioso servicio de té. Checando su página, parece que ya no lo hace.

Me llevaron el primer invierno al Alster en la Calle Valparaíso. Me dijeron “es el nuevo Mirabel” ¡Minga! Pretencioso y con mala pastelería, unos años más tarde ya andaba de capa caída y con aspecto de tener ratones. El Alster se defiende hoy con el título de restaurante.



Una amiga me llevó en mi primer verano al Big Ben que creo ha sido en este siglo el sitio más agradable para tomar una once a la antigua. Queda en el segundo piso de la Galería Cristal entre la Calle Valparaíso y la Calle Arlegui. Es muy cómodo tiene unos booth simpáticos redondos y forrados en cuero.

También es restaurante, pero una vez me comí un crudo insípido ahí así que le hice la cruz en lo que respecta a comida seria. Cuando vivíamos en Agua Santa (1996-1999) mi padre solía bajar al Plano y pasaba al Big Ben a tomarse un café helado. Las camareras ya lo conocían y siempre le traían un clavel para el ojal.

                                            Terraza del Big Ben

La última vez que estuve fue el 2008 y el servicio de té seguía siendo impecable. Té, café o chocolate, tostadas, queso, jamón, mermelada y dos panqueques rellenos con manjar o un pedazo de torta. Es lo más parecido a una once hogareña.



El otro sitio que en este siglo es favorecido por los viñamarinos para una once fuera de casa es el Anayak en la Calle Quinta. He estado ahí para tomar desayuno, once y hasta he almorzado. El nivel de comida y servicio es entre bueno y regular. La once y el desayuno pueden ser lo mismo. Uno se la arma con alguna pasta de la casa (tiene su propia pastelería) un sándwich elaborado y brebaje caliente, o jugo. Muy lejos de un servicio de té de mi época con teteras de metal imitando plata y con pequeños sándwiches y pastelillos hechos especialmente para ese horario.

                                           Pastelería del Anayak

Emparedados Chilenos

Hablando de sándwiches, es momento de conversar sobre los emparedado típicos chilenos que más se consumen fuera de casa que en una once hogareña. Los principales son por supuesto el Barros Luco y el Barros Jarpa. Nombrados por un presidente y un ministro de comienzos del siglo XX son una variación del grilled cheese sándwich. El Barros Luco es una combinación de queso fundido y churrasco. Barros Jarpa contiene una lonja de jamón de York.

En 1970,  mi padre fue nombrado Director Interino de la Empresa Portuaria de Chile. Se esperaba que este cargo se volviese permanente una vez que la Democracia Cristiana ganase las elecciones presidenciales de septiembre de 1970. Como saben, el resultado de las elecciones no fue el previsto y mi padre debió dimitir de su puesto en noviembre de ese año. Lo importante para este artículo es que por casi un año el gozó del privilegio de un auto con membrete oficial y de un chofer (Julio) con el que nos llevaba a la escuela y de paseo los fines de semana.

Fue en esos paseos sabatinos que conocimos diferentes sitios de la región donde tomar once y diferentes comidas. Mi primer Barros Lucoy el mejor que he probado en mi vida lo comí en las Termas del Corazón en Los Andes. No recuerdo el nombre de la hostería, solo que tenía un cartel gigante que decía “Atendido por sus propios dueños”. Realmente solo había un camarero, un señor que corría,  sudando la gota gorda,  entre las mesas tomando y llevando pedidos. Nos dijo que era el dueño y que todo lo que comíamos lo hacia su señora en la cocina. El lugar estaba repleto y se entiende porque la comida era exquisita. El Barros Luco fue una mega sorpresa muy placentera, el queso estaba perfectamente fundido y el churrasco muy bien frito, además el pan,  amasado también por la dueña,  era el acompañamiento perfecto.



Como si fuera poco, el sándwich venia acompañado de un kuchen de frutilla delicioso con fresas frescas y una masa como afiligranada que,  hoy sé,  se llama “frangipani”. Nunca más volvimos a ese sitio, pero medio siglo después todavía recuerdo los sabores.

Mi segunda experiencia con un Barros Luco no fue tan simpática. A la semana siguiente, el auto oficial nos llevó a Zapallar donde tomamos once en un café frente al mar. Tenían un gato al que le hice cariño. Yo pedí un Barros Luco, pero, aunque estaba en el menú, me dijeron que se les había acabado la carne. Llevábamos ya la mitad de la once consumida cuando el camarero llegó de la cocina con un sándwich. “Su Barros Luco” anunció poniéndolo enfrente mío.

Aparte de la sorpresa de la súbita aparición del emparedado, encontré que no se parecía al de los Termas del Corazón. El queso no estaba fundido y la carne era blancuzca y como deshilachada. Julio,  que era cazador, la observó y comentó “parece conejo”. Mi padre siempre tan dado a las pachotadas soltó un “¿qué conejo? Eso es gato, ”miró a su alrededor.  “¿No ven que desapareció el minino?” Es un milagro que yo no haya vomitado ahí mismo.



Mí encuentro con el Barros Jarpa fue igualmente estrambótico. A fines de invierno, a mi padre se le ocurrió que pasáramos el día en Santiago . Fuimos al Cerro San Cristóbal, al zoológico, parada obligatoria de nosotros cada vez que viajábamos a la capital. Estando allá decidimos tomar té en lo que me imagino en ese entonces era el único establecimiento en servir once en ese famoso cerro.

No era nuestra primera vez en esa cafetería. Conservo una foto del verano de 1966. En un costado, la tía Malena, amiga de mi madre. Su hijo Kike sostiene a mi hermano, yo (pelona) abrazó a mi madre y la rubia del otro costado es mi Nana Yolita.



La once de agosto del 70 no fue tan apacible como la de la foto. No sé si comimos o bebimos algo en el zoológico que nos inspiró una súbita e incontrolable risa. Lo extraño es que el ataque de hilaridadque nos acompañó durante toda la once fuese compartido por ambos de manera tan inexplicable como sorpresiva. Mi hermano dice que a él lo hizo reír ver a un niño vomitando entre los arbustos. A mí me empezó el ataque cuando noté que mi taza de café con leche olía a perro mojado. Ninguno de esos factores era muy cómico. Mi padre se dio cuenta que no lo hacíamos a propósito y trataba de calmarnos con un ‘Niños,  no sean tan simples” lo que nos provocaba más risa aún.

La hora del té tuvo que ser interrumpida tal como mi primera ingestión del Barros Jarpa que no me impresionó mucho. Al ver que nuestra risa no amainaba, mi padre nos llevó de regreso a Viña. Mi hermano se negó a abandonar su bocadillo y se lo llevó con él. Ya en el trayecto se nos pasó la risa y nos embargó la vergüenza por lo que llegados a casa nos escabullimos casi sin despedirnos.

En la prisa a mi hermano se le quedó el Barros Jarpa en el auto. “No pude despegarlo del asiento” fue su excusa. Ahí que el que sufrió más fue el pobre Julio que tuvo que despegar el sándwich del auto y calarse nuestras carcajadas. Hoy recuerdo ese momento con vergüenza, porque más tarde mi padre nos contó que le pidió disculpas a su chofer en nuestro nombre porque Julio creyó que nos reíamos de él.

                              Asi era el Barros Jarpa que dejams en el auto.

Ese fue todo mi recuerdo del sándwich y cuando volví a Chile no me apuré en ordenarlo en las fuentes de soda. Creo que solo lo comí una vez,  en el Anayak, y no me impresionó más que otros sándwiches de miga,  género al que pertenece el Barros Jarpa.

Los sándwiches de miga son los que acostumbran a acompañar las onces de establecimiento comerciales. Se llaman así porque son hechos en pan de molde al que le han cortado las cortezas dejándole solo la miga. Aunque hay diversos rellenos, los más famosos son ave-palta y ave-pimentón. Ese relleno consiste en moler la pechuga de pollo hasta hacerla pasta con ayuda de mayonesa y agregándole algún vegetal como el pure de palta o pimiento rojo molido. Y con esto cerramos el capítulo del tipo de emparedado que se puede pedir en una cafetería o salón de té para acompañar una taza de té de la tarde en Chile.




Revisando los menús de restaurantes de Viña y el Puerto no veo servicios de once. ¿Ya no los ofrecen?  ¿Uno se las tiene que armar? ¿Han sido reemplazadas por los muchos sitios que hoy tienen Happy Hour y servicios de tapas?

Lo que veo en Viña  y Santiagoson muchas “teterias”(hasta el nombre suena feo) que también existen aquí. Son un tipo de establecimiento donde se pueden probar tés de diversos colores y quizás algún pastelillo, pero no son como los verdaderos salones de té de mi tiempo o las confiterías de Buenos Aires con su oferta de “té con masitas”.



Una ironía que países que no tengan hora del té o merienda si tengan ese servicio como en los hoteles finos de Paris que imitan los legendarios Five O’Clock Teas londinenses.



En mi época también hubo salones de té en Nueva York. Ya no existe el Helmsey Palace donde una vez divisé a sir Anthony Hopkins;  o la tienda Barneys donde,  camino a tomar té,  alcance a ver a Jeremy Irons que por un tiempo fue la cara del local, o Lord&Taylor donde uno se armaba un té con una bandeja de canapés de salmón, berros y huevo molido, un excelente pastel de zanahoria y un servicio de té a la antigua con teteras de metal. Una vez, una camarera nueva me dejó caer la tetera hirviendo en el regazo. Por suerte era diciembre y yo llevaba vestido y medias de lana que protegieron mis partes más delicadas.

                                            Menú de té de Lord &Taylor de 1917

Donde todavía sirven un cream tea es en el Museo Metropolitano. Recuerdo que la última vez que estuve fue en 1995 con la gatita Ellen y que los scones eran exquisitos al igual que la clotted cream que da el nombre a esta especialidad de Devonshire . Me cuentan que en el Russian Tea Room provee de un refinado servicio de té. No lo voy a comprobar. Desde que, en 1989, El Trompo me hizo expulsar del lugar, que no pongo pie ahí.

                                     Servicio de té de Russian Tea Room

                                   Servicio de té en el Metropolitan Museum of Art

¿Han estado alguna vez en un salón de té a la antigua?  ¿Dónde?  ¿Cuándo?  ¿Los hay en su ciudad?  

NOTA: me acabo de enterar que en España se estan poniendo de moda los Tea Room, pero que las "teterías"son exclusivamente para servir té como en Marruecos. En cambio en Chile, las teterias son mas de degustar  infusiones del Lejano Oriente.


Después de muchos intentos de convertir el texto del mensaje de Whatsup de la Dra. Kravetz de JPG a DOCX, me di por vencida. Solo lo tengo en fotos, asi que voy a hacer algo poco convencional y lo postearé como parte del texto de mi nota. Así no se perderán esos recuerdos de la Era de los Tea Room porteños.







 

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